Inicio Foros Formación cofrade Santoral 22/05/2012 Santa Rita de Casia y Santa Joaquina de Vedruna

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    Santos: Joaquina de Vedruna, fundadora; Quiteria, virgen y mártir; Faustino, Timoteo, Venusto, Casto, Secundina, Emilio, Basilisco, Julia, mártires; Fulco, Amancio, confesores; Román, monje; Elena, virgen; Rita de Casia, santa; Ausonio, Atón, Marciano, obispos.

    Santa Rita de Casia.

    Son las últimas décadas de la Edad Media. El débil y mudable Wenceslao está a la cabeza del Imperio de Occidente, permitiendo la anarquía. Manuel Paleólogo II es el prócer de Oriente, pero está preso y es rehén del sultán Bayaceto. Italia está en continua revuelta. Roma no ofrece seguridad por las enconadas luchas entre los partidos. Casia, después de su rebelión contra la Santa Sede, se ve obligada a combatir con los güelfos. Los papas se van de Italia. A Urbano VI le sale el antipapa Roberto de Ginebra, como Clemente VII. Se produce el lastimoso Cisma de Occidente y viene detrás la inevitable consecuencia de relajación, indisciplina y desorientación.

    Rita nació en Roca Porrena, un caserío cercano a Casia, en la Umbría italiana, el 22 de mayo de 1381.

    Quiso ser monja, pero sus padres la casaron cuando solo tenía trece años. Y no hubo suerte en la elección de marido; el matrimonio resultante no tenía trazas de hacerla feliz. Fernando Pablo es ese tipo duro y cruel que convierte en calvario la vida matrimonial. Ella se dispuso –no sin la ayuda de Dios, buscado con fruición– a mostrarse fiel y hasta exquisita, modelo de paciencia y de bondad, en el cumplimiento de sus compromisos matrimoniales, y en la esmeradísima educación cristiana de sus hijos, a pesar de las cuestas arriba y de los ultrajes que terminaron por ablandar el corazón de su esposo; fueron dieciocho años de penalidades sin cuento, hasta que asesinaron a Fernando Pablo.

    Influidos por el ambiente violento, sus hijos Juan Santiago y Pablo María están dispuestos a vengar la muerte de su padre. Rita no puede hacer mucho más para detenerlos; se le han acabado los consejos, está sin voz por tanto ruego, se le han secado las lágrimas y los razonamientos se tornan insuficientes; ya solo le queda ofrecer sus vidas y la propia a la Virgen Madre de un Hijo que murió por todos. Al menos consiguió del Cielo que murieran –eso duele mucho a una madre– antes de consumar la venganza.

    Rita quiere consagrarse a Dios en un convento de agustinas, pero la rechazaron por no ser virgen. Su petición de retiro no se basa en fracaso humano; es necesidad de entrega a Dios por los males del mundo. Pidió el milagro a tres santos: a Juan Bautista, a Agustín y a Nicolás de Tolentino; consiguió entrar en el monasterio. Fue en esta tercera época cuando se identificó absolutamente con la voluntad divina. La fuente la encontró en la Eucaristía, el medio consistió en el amor purificado por el dolor. No le faltó, cuando Dios quiso, el premio de las efusiones.

    Cuando la Iglesia se desangra, ella, obediente, pobre y casta, está escondida en el secreto constante de la Umbría, dándose en holocausto. Allí recibió un estigma de la Pasión del Señor: una llaga en la frente de la que sale un hedor insufrible, que es un martirio para las demás compañeras de convento; aquella pústula lleva una pestilencia tan repugnante e insoportable que la llevó al aislamiento en el último rincón del monasterio; le llamo rincón porque la suya ni siquiera era celda.

    En Roma recibió la visita de una amiga, y allí le hizo Rita una petición tan extraña que la amiga debió de tomarla, además, por loca: le rogó que tomara de su casa y le llevara una rosa florecida y dos higos maduros; lo que pedía no era demasiado, pero ¡era enero! La buena mujer, por contentarla, cuando llegó a su casa hizo de su parte lo que Rita le había pedido. ¡La rosa estaba lozana en el rosal y los higos maduros la esperaban!

    Murió el 22 de mayo –justo el mismo día de su cumpleaños–, en 1457.

    Fue canonizada en el año 1900.

    ¿Que por qué sufrió tanto y siempre?

    De seguro, no lo sé. Pero, como los santos son esas personas que no ponen jamás ningún «pero» a Dios…

    Es una de las popularísimas santas más dignas de admiración que de imitación, porque no a todas las mujeres les es dado ser casada-viuda-religiosa. Pero quizá su tripe estado –incluso cuatro, porque también pasó por la soltería– sea un motivo más para que tenga tanto gancho entre las mujeres en apuros. Después de leer un bosquejo de su vida, no es extraño entender que haya siempre una verdadera nube de gente donde hay una imagen suya, y se aprenda de una vez por todas por qué se la llama «abogada de las causas y cosas perdidas». Sí, a ella se le pide lo imposible; eso que está más allá de lo que es razonable pedir. Ojalá, por su intercesión, se saquen muchos bienes de las pérdidas.

    Santa Joaquina de Vedruna.

    El día de hoy presenta, como intercesoras nuestras en el Cielo y como modelos de santidad, a dos personas que pasaron sucesivamente por los diferentes estados posibles para una mujer. Claro que esto no es frecuente, pero, al margen de que cada santo sea un ejemplar único irrepetible en su respuesta al amor divino, el mundo de los santos es de lo más variopinto que uno se pueda imaginar.

    Joaquina Vedruna nació en Barcelona el 16 de abril de 1783, cerca de las Ramblas; es hija de don Lorenzo de Vedruna y de doña Teresa Vidal, y la bautizaron en Santa María del Pino, la iglesia de San José Oriol. La familia estaba bien situada; el padre era procurador de los tribunales y la madre venía de una estirpe noble aburguesada.

    Cuando tenía doce años, Joaquina se presentó en el convento de las religiosas carmelitas de Barcelona, intentando conseguir que le abrieran la puerta para quedarse dentro. Insistía con vehemencia, pero la prudencia de las monjas responsables solo vieron en ella a una chiquilla deliciosa que mostraba su grandeza de ánimo y su amor a Jesucristo, y por eso quisieron mantener con firmeza su negativa, que, por las circunstancias, coincidía en todo con el pensamiento de los padres.

    Cuatro años más tarde, en el 1799, con dieciséis años de edad, se la ve ya casada con don Teodoro Mas, hombre rico de Vich, y procurador como su suegro. Formaron una familia muy feliz que creció rápidamente. Su marido tuvo que intervenir activamente en la guerra de la Independencia; Joaquina corrió grandes peligros y no le quedó otro remedio que ocultarse en el macizo del Montseny. Tuvieron ocho hijos para criar y educar; y ella lo hizo muy bien, porque su marido murió pronto, en 1816, y a Joaquina le quedó la tarea de sacarlos adelante. Le salió bien, mejor de lo que cabía esperar en una viuda; aparte de los dos que se murieron, los demás hijos tomaron hábitos, menos Inés, que se casó para entrar también en el club de familias numerosas con seis hijos.

    La última parte de su vida comienza con la intervención del apóstol del Ampurdán, el capuchino fray Esteban de Olot, que le abrió el horizonte de su vida espiritual y apostólica, sugiriéndole la fundación de una orden religiosa de vida activa que se dedicara a la enseñanza y a la caridad. El obispo Corcuera, de Vich, comprendió la iniciativa, la apoyó con entusiasmo, señaló el hábito de carmelitas que deberían utilizar y refinó las reglas antes de aprobarlas en enero de 1826. Había nacido la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, cuya aprobación canónica se concedería en 1850. Ella abrió el camino, profesando con ocho mujeres más, el 26 de febrero de 1826.

    Con las abundantes vocaciones que el Señor iba mandando, Joaquina fundó el Hospital de Tárrega (1829) y la Casa de la Caridad de Barcelona, en el mismo año; luego, en Solsona, Manresa, Vich, Cardona y más sitios, a pesar de las trabas, dificultades y cortapisas provenientes de los ambientes liberales. Joaquina llegó a sufrir la cárcel –comentó que «unos días de retiro le sentarían muy bien a mi alma»–, y, cuando llegó la guerra carlista, disolvieron la Congregación y tuvo que pasar a Francia previo calvario del paso del Pirineo, sin ningún tipo de recurso para subsistir, que le llevó a afirmar: «Viviremos a costa de la señora más poderosa que hay en el mundo, la divina Providencia».

    A su regreso en 1842 reabrió el noviciado. Cuando murió en la Casa de Caridad de Barcelona, contagiada del cólera, había fundado una treintena de casas con más de trescientas monjas.

    La canonizó el papa Juan XXIII el 12 de abril de 1959.

    En el estudio de su vida, el hagiógrafo se encuentra con una mujer que ocupa un lugar en los altares sin haber hecho milagros, que no tuvo arrobos místicos maravillosos, ni practicó unas penitencias asombrosas. Como pasa siempre, el mundo de su época, descreído, turbulento, pleno de impiedad filosófica, de revoluciones y de discordias civiles, no le ayudaba. Solo se encuentra en Joaquina el perseverante quehacer diario en cualquiera de las etapas –soltera, casada, viuda y religiosa– por las que pasó, haciendo sin relumbrón su trabajo, intentando agradar a Dios a pesar de las dificultades, como tantas y tantas mujeres hacían también, con la piedad, sencillez, humildad y alegría que no son posibles sin una base de heroica virtud.

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