Inicio › Foros › Formación cofrade › Santoral › 15/06/2012 Santa Benilde, Santa Germana y Santa Micaela
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15 junio, 2012 a las 6:46 #13827
Anónimo
InactivoSantos: María Micaela del Santísimo Sacramento, virgen y fundadora; Vito (Guy), Modesto, Crescencia, Esiquio, Dulas, Benilde, Livia (Olivia), Leónida, Eutropia, Felipe, Zenón, Narseo, mártires; Germana de Pibrac, virgen; Landelino, abad; beata Yolanda (Elena); Alberico, Abraham, confesor; Bernardo de Menthon, presbítero patrono de los montañeros y alpinistas.Santa Benilde.Era bastante anciana ya cuando se desató en su Córdoba natal una persecución califal contra el cristianismo de las que hacen época; nunca mejor dicho: la gran era de los mártires cordobeses. Desde hacía dos años no cesaban los muertos por la fe cristiana.
San Fandila, sacerdote natural de Guadix y gran catequista, fue degollado por su actividad cristiana el 13 de junio de este año 853 y, al día siguiente, lo fueron Santa Digna, religiosa contemplativa, y San Félix, monje de un convento de la capital y natural de Alcalá de Henares. Es decir, todo cristiano significativo estaba siendo eliminado para desarraigar la fe de Cristo y «evangelizar» Córdoba en el espíritu del Corán.
Como los moros eran bien conocedores de las costumbres cristianas, después de la ejecución quemaban los cuerpos de los mártires y sus cenizas las esparcían en el río Guadalquivir para evitar la creación de santuarios en las tumbas de los mártires.
Benilde, a pesar de sus muchos años, se llenó de valentía evangélica, alzó su grito de libertad en contra de la tiranía y proclamó en voz alta que prefería la fe a la vida y la coherencia creyente al silencio cómplice. Su gesto claro, generoso y valiente le costó el cuello y también fue incinerada para ventear sus pocos restos en el río.
Dicen los expertos que las aguas del Guadalquivir bajan, desde entonces, «contaminadas» por el único barro que, en lugar de ensuciar, fecunda a la Iglesia andaluza: la riada del amor que no puede engañarse ni engañarnos.
No, si ya veréis como los viejos que están cerca de la Iglesia van a poder darnos, al final, más de una lección de vida comprometida con el Evangelio.
Santa Germana de Pribac.Siglo XVI, el tiempo; el lugar: Francia, Languedoc, Toulouse, Pibrac. Humanamente, la vida le dio bien poco; hija de un padre campero acomodado, Maître Laurent, casado con Marie Laroche en terceras nupcias y que se murieron pronto; con treinta años de diferencia con su hermano mayor, Hugo, único heredero a la muerte de su padre común y bajo la tutela de Armanda Rajols, una cuñada que siempre la miró con desprecio quizá por las secuelas que le quedaron a Germana desde su nacimiento: una mano con parálisis, llagas fistuladas y cuerpo maltrecho.
La situación de la niña Germana en la vida de familia fue de abandono consciente, voluntario y mantenido; la excusa para no comer juntos ni dormir bajo el mismo techo era la de evitar contagios. La huerfanita solo encontró cariño, comprensión y muchas cosas más en la sirvienta de toda la vida, la analfabeta Juana Aubian, que de verdad la quiso. Hizo de madre, cuidándola; era ella quien limpiaba y curaba sus persistentes heridas, ella le habló de Dios y del comportamiento compasivo de Jesús con los menos afortunados; y Juana le daba de comer y la metía en su cama para el sueño hasta el día que la familia decidió que ya había crecido y era mejor que se las apañara sola. A partir de esta decisión, Germana durmió cada noche en el hueco de la escalera que bajaba al establo, junto al ganado, sobre un jergón o camastro.
Estaba claro que ella no podía aportar mucho al trabajo del campo por su limitado cuerpo, pero acompañaría al ganado en sus salidas a pastar, estaría con las ovejas, cabras y vacas y lo traería a casa a la caída de la tarde. Además, podría llevarse el huso, pincharlo en la tierra y hacer algunos hilos de lana.
Así la vieron en el pueblo salir todas las mañanas con su sonrisa amable y el ganado. Todos conocían lo suficiente su ambiente familiar y sabían de los malos tratos que la arrinconaban como si estuviera apestada. ¿Podían hacer ellos algo? ¡Verlo! Y nada más; los derechos de los niños, la protección al menor y la cuestión social se inventaron más tarde.
El cura del pueblo, Guillermo Carné, sabía que era piadosa y delicada de conciencia, que asistía a la misa dominical y comulgaba cada domingo; sabía que sonreía siempre y no protestaba jamás por su situación –harto aceptada–, y sabía también que era caritativa; sí, de los mendrugos de pan que sobraban en casa, con los que ella se alimentaba, daba a los más pobres, y junto con el pan duro les hacía compartir, si los veía por el campo, su compañía y sonrisa; hasta le dio el abbé encargo para enseñar la doctrina a los niños cuando la vio bien preparada; y hablaba con tal entusiasmo de Jesús en la Eucaristía y de la Virgen Santísima que, además de instruirlos, los formaba. Todo ello era fruto de la acción divina en los ratos –sin medida de tiempo– pasados en la acción de gracias y contemplación mientras atendía su cometido entre el calor o frío del campo, donde se arrodillaba al sonar las campanas para el rezo del Ángelus.
Vida más escondida y sencilla no podía pensarse. Solo al final de ella sucedieron algunos hechos insólitos, esos que llaman milagros. Verás.
Sin ser tiempo de flores, salieron de su delantal un montón de ellas; fue el día que su cuñada Armanda quiso humillarla ante los vecinos del pueblo. Sospechaba de la generosidad de Germana; la vio salir con más bulto del acostumbrado camino del campo; ante testigos le pidió que le enseñara lo que ocultaba y, al extender sus ropas, se habían convertido los mendrugos de pan en flores silvestres.
Otra vez fue al pasar el arroyo Coubert para asistir a la misa; iba crecido y el agua turbia; desde la otra orilla se reían los que la llamaban beata imaginándose el trabajo para la pobre tullida, o gozando entre risas de su prevista marcha atrás; pero Germana hizo con naturalidad lo de todos los días y se separaron las aguas para volver a juntarse cuando ella pasó por el lecho seco.
Un día amaneció muerta, debajo de la escalera y sobre su jergón, sin dar ruido. Era junio de 1601.
Cuando Dios se lució fue a partir de ahora. Al medio siglo de su muerte, menudo susto se llevó el sacristán-enterrador Guillermo Cassé cuando quiso preparar una de las tumbas para un difunto a enterrar y se encontró el cuerpo enterrado de una mujer recién muerta; era el incorrupto de Germana. Luego, cuando la Revolución, quisieron terminar con el cuento, metiendo el cuerpo en cal viva; pero, a los años, volvió a aparecer incorrupto a pesar de la cal. Decir Pibrac era traer a la memoria curaciones de todo tipo, parálisis, tumores, ciegos, enfermos, ulcerados… de modo instantáneo y mientras se celebra la misa. Más de cuatrocientos milagros consiguieron que fuera el centro de peregrinación y plegaria para el sur de Francia, hasta que pasó lo de Lourdes; ahora comparten la plegaria y la piedad.
Germana –presentada por la iconografía como una joven radiante con cayado de pastora y su huso– fue canonizada por el papa Pío IX, en el 1867. Es patrona de las pastoras.
Cierto que, si se la ha proclamado santa, es porque Dios lo quiso, como pasa con cada santo; pero en alguno se nota más. Repetidas veces se extraviaron los legajos y expedientes de la Cenicienta de Pibrac sin que lograran llegar a Roma. También en esta etapa tuvo que presionar el Señor para que al fin saliera. Para eso es Él quien manda.
Santa María Micaela del Santísimo Sacramento.María Micaela Desmasières López de Dicastillo y Olmedo, vizcondesa de Jorbalán. Este era su nombre y título con sonido de nobleza. Nació en Madrid, en 1809, cuando se ha abierto para el mundo el Siglo de las Luces, de la revolución industrial y de la fuga de los creyentes.
Fue educada como convenía en la época a una persona de su clase; hay que hacer mención especial de la formación religiosa que el sacerdote Carasa dejó con huellas imborrables en su alma zarandeada y golpeada por acontecimientos familiares dolorosos en su juventud, como fueron la muerte prematura de su padre, la de su hermano Luis al caer del caballo y también la de su hermana Engracia, con el añadido de su propio noviazgo frustrado y roto. Fueron momentos excepcionalmente duros, con los que quizá Dios fue templando a María Micaela en el sufrimiento, preparándola para los acontecimientos futuros.
A la muerte de su madre, se traslada a vivir con su hermano a París y Bruselas. Allí se ve envuelta en el torbellino de compromisos sociales que postula su condición y prosapia. Hay que pasear a caballo, tratar con el Cuerpo Diplomático, tomar parte en teatros, bailes y tertulias… Ello la obliga a ajustar el día para que la piedad que pide su enamoramiento de Cristo no sufra merma ni menoscabo; y tampoco está dispuesta a restar tiempo a las obras de caridad que habitualmente practica.
El apostolado no es una cuestión añadida a su ocupación, sino una necesidad que brota espontánea de su religiosidad. Igual se la ve gestionando el delicado asunto de conseguir que unas monjas de Burdeos –inficionadas de jansenismo y enfrentadas con el obispo hasta el punto de verse sin misa en su casa– vuelvan arrepentidas a la comunión, que prodigando atenciones a los necesitados.
Su vuelta a Madrid y con el trato de María Ignacia Rico de Grande, a la que calificará como «dama santa», la hace entrar en un mundo desconocido para ella y ni siquiera sospechado: el contacto con las mujeres de bajos fondos enfermas, abandonadas y degradadas a las que hay que curar de enfermedades nauseabundas. ¡Hay que hacer algo! Es preciso acogerlas, prevenir que esto suceda y remediar cuando ha sucedido.
Es el momento de poner en marcha una casa para acoger a estas pobres féminas utilizadas por la pasión mala y el egoísmo infame que luego las tira y desprecia. Pero ahora su familia le niega el trato y las antiguas amistades le vuelven la cara; quienes le deben favores de otro tiempo le niegan ahora no solo la ayuda material que necesita para los demás, sino hasta el ánimo, el consuelo y el saludo. Todos están horrorizados con el cariz que ha tomado su vida, augurando que aquella dedicación a las mesalinas no tiene ni pies ni cabeza y que se autodestruirá pronto con estrépito.
Los grandes, que ven desaparecer sus motivos de entretenimiento, la maldicen. Hay calumnias ante la mesa del Arzobispo de Toledo, quien también por su parte la humilla en público. Se multiplican amenazas físicas, llegando hasta el extremo de sufrir incendios provocados y envenenamientos con pócimas; se vuelca en pasquines y periódicos toda la baba de los malos y la de los que parecían buenos. Ella entendía ‘la persecución de los malos’ por comprender que algunos perdían ganancias, a otros se les iba de la mano el objeto de sus pasiones, y otros –importantes– se dolían por la afrenta de hacerse público que estaban despreciando lo que antes ellos mismos mancillaron. Pero lo que le causó indescriptible dolor fue ‘la persecución de los buenos’ que llegó hasta el punto de afirmar en una de sus cartas que hubo momentos en los que se sabía despreciada por todo el clero madrileño.
Sola, triste y despreciada encuentra su refugio, consuelo, apoyo y ánimo en el Santísimo Sacramento. Nunca pensó fundar nada, pero de la mano la lleva Dios a poner en marcha un Instituto con sus colaboradoras más próximas, con aquellas que se le habían ido uniendo poco a poco en la atención, acogida e intentos de redención de aquellas desgraciadas mujeres, que con más frecuencia de la deseada las humillaban empleando insultos procaces y soeces mientras las cuidaban. Nacen las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad para que al amor de Jesucristo en la Eucaristía le siga la caridad práctica con las personas peor maltratadas por la sociedad, poniendo los medios –que en este caso fueron escuelas y colegios– para que se pueda prevenir con buenos principios el mal. De Madrid se pasa primero a Zaragoza, Valencia, Barcelona, Burgos y, luego, a muchas ciudades más.
Marcha a Valencia porque se ha desarrollado allí una epidemia de cólera y quiere estar presente entre las suyas. Fue el año 1865. Se la vio activa con una caridad incansable, atendiendo a los enfermos y contagiándose ella misma de la enfermedad que le ocasionó la muerte el 24 de agosto. Fue canonizada en 1934.
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