Inicio › Foros › Formación cofrade › Santoral › 16/06/2012 Santa Julita, San Quirico y San Juan Francisco
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16 junio, 2012 a las 7:18 #13828
Anónimo
InactivoSantos: Ferreol, Ferrucio, Quirico y Julita, Aureo, Justina, mártires; Aureliano, Cecardo, Ticón, Benón, Siminíalo, Domnolo, obispos; Cunegunda, Mentonia, Lutgarda, Vibranda, Criscona, Juan Francisco Regis, confesores; Armando, eremita; Bernabé, monje; Orsiesio, abad; Edburga, reina de InglaterraSanta Julita y San Quirico.Son madre e hijo; orientales, martirizados en la persecución de Diocleciano. Las circunstancias terribles de su martirio hicieron que su culto se extendiera muy pronto por todo Oriente, por la carga emotiva que encierra; en tiempo posterior llegarán las reliquias a Francia.
Con la ausencia de datos fiables, el martirio de Julita y Quirico ha sido uno de los que más leyenda ha acumulado, en especial las que hacen referencia a los relatos de su martirio, aumentando los tonos en cuanto a la crueldad que tuvieron que soportar. No queda otro remedio que, desechando los que se presentan más agigantados, utilicemos parte de lo que relatan las actas tardías. No quiero con ello hacer una descripción que pueda afirmarse como histórica en todos sus términos; sí quiero presentar lo que los relatos dejan señalado, al menos como situaciones posibles.
Se presenta a Julita como una señora noble, fina, educada y de buena familia, que merecía el respeto de los que la conocían. Había nacido en Licaonia, donde Pablo y Bernabé habían predicado la fe. Julita se había casado no hacía mucho, la presentan como modelo de esposa y madre; había tenido un hijo y su marido –de quien no se conoce el nombre– murió. Viuda joven se entrega a llevar su casa y centra su atención en el cuidado esmerado de su hijo Quirico, en la oración y en la práctica de obras de caridad. Se la presenta como mujer discreta, abnegada, prudente, magnánima en el trato con los criados, y atenta a las necesidades de los menesterosos a sus veintidós años. Por encima de todos los deseos y negocios, ha comprendido que, después de Dios, lo más importante que tiene entre manos es la salvación de su hijo Quirico.
Cuando el niño solo tiene tres años, salieron los edictos persecutorios contra los cristianos que promulgaron Diocleciano y Maximiano. Domiciano se llama el gobernador de Licaonia; se ha propuesto cumplir a la letra la orden de obligar a sacrificar a los ídolos bajo la amenaza de muerte. El revuelo que se ha levantado en la ciudad es de campeonato porque han aparecido estrados en las plazas públicas con potros, horcas y cadalsos. Se han empezado a correr las voces de que a algunos ya los metieron presos en la cárcel. Julita está ansiosa de morir mártir por su Señor, pero se pregunta continuamente por la suerte de su pequeño hijo en el caso de que ella muera, teme que acabe en manos de cualquiera perdiendo la fe. Lo más seguro y práctico es la huida por algún tiempo, mientras pasa la tempestad. Huye a Seleucia con dos de sus criadas, pensando que tendrá más seguridad; no es así; tiene que reiniciar su huida pasando a Tarso de Cilicia sin temer el viaje penoso; pero su gobernador Alejandro persigue a los cristianos con la misma furia; intuye que en cualquier parte del Imperio se encontrará en la misma situación, y va entendiendo que muy posiblemente entre en los planes de Dios que tenga que morir mártir. Comienza a pedir en su interior que, si ha de ser así, acepte también a su hijo inocente como víctima.
Como era de esperar, la descubrieron y, con su hijo en los brazos, la llevaron al tribunal. Todo fue un trato delicado y exquisito por parte del juez al conocer su linaje. Pero Julita cortó por lo sano afirmando su condición y la de su hijo, discípulos del Señor. Vinieron amenazas que a continuación fueron tormentos: le arrebataron al niño, el juez lo toma en sus brazos y se escuchan los llantos de la criatura. A Julita le aplican azotes con nervios de toro, interrumpidos solo para preguntarle una y otra vez si está dispuesta a la apostasía; como es firme su confesión de la fe, brota la sangre en su cuerpo. El niño llora furioso y se produce una violentísima reacción que contempló con horror el público presente: harto el juez de tanta resistencia, tomó por una pierna al niño y lo estrelló contra el suelo. Quizá pensó con ello ablandar la resistencia de la madre, pero es ahora cuando ella ve cumplida su oración; como antes, fueron inútiles el potro, las brasas, los costados despedazados y la pez derretida hirviendo bajo sus pies. Solo una firme y débil voz se escuchaba en respuesta a las preguntas: «Yo soy cristiana». Cuando el cuerpo de Julita estaba descarnado, azotado, roto, quemado y descoyuntado por el potro, el juez ya cansado y aburrido mandó que le cortasen la cabeza.
Las dos criadas retiraron los cuerpos muertos del niño y de la madre; los enterraron en lugar retirado, en Tarse, hasta que dieciocho años después, con la paz de Constantino, se pudieron descubrir para su veneración.
San Amatro, el obispo de Auxerre, trajo sus reliquias distribuyéndolas por Francia en Toulouse, Clermont y Arlés. La ciudad de Nevers adoptó a San Quirico como Patrón.
Si algo me gusta más en la preciosa leyenda es la actitud de una madre que sabe querer a su hijo, proporcionándole «lo mejor»; es agradable resaltar la fe de una madre que entiende aquello de «la vida eterna»; de una madre, que prefiere la muerte de su hijo a la posibilidad de su descamino.
San Juan Francisco de Regis.La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses –los que recibieron el nombre de hugonotes–, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Fontcouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.
Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de San Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.
Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años; y como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.
Este hombre es tan de Dios que, cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en la región de Montpellier, se hace notar por su predicación a pesar de que su estilo no goza del cuidado y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que «se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué la envidia de los demás es casi consustancial al santo? ¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar respuesta adecuada.
Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí aquel religioso grandote y flaco que con su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los protestantes; solo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de rigorismo excesivo y de que su predicación –llena de sátiras e invectivas– creaba el desorden en las parroquias; y la calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes prudencia y le prohíben exuberancia en el celo. Creyeron más fácilmente a los ‘instalados’ que al santo. ¿Por qué será eso?
Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la situación de la gente. A pie recorre, sube por los picos de la intrincada montaña, predica en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesonario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando solo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640.
Y, «si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, este es san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.
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