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14 julio, 2011 a las 14:40 #7452
Anónimo
InactivoOs dejo los comentarios al Evangelio del próximo domingo. Sembró buena semilla
Mt 13,24-43
Por lo general, no somos conscientes de la influencia que ejerce en nosotros «la sociedad adquisitiva» en la que vivimos.
No nos damos cuenta hasta qué punto el tener, el adquirir, el poseer van configurando toda nuestra persona, empobreciendo nuestro ser más rico y profundo.
En su penetrante análisis «¿Tener o Ser?’, E. Fromm ha descrito con lucidez cómo el «tener» va sustituyendo al «ser» en la experiencia cotidiana del hombre contemporáneo.
Para muchos niños, aprender no es abrirse a la vida e interesarse por un mundo siempre nuevo, sino almacenar datos para guardarlos cuidadosamente en sus notas o retenerlos en su memoria.
Para muchas personas, el saber se limita a «tener conocimientos». No viven creciendo en sabiduría y experiencia humana. Simplemente «poseen» una cultura.
Son muchos también los que no saben ser amigos y acercarse amistosamente a los demás. Lo único que les preocupa es «tener amigos», «adquirir» nuevos contactos, «poseer» un círculo amplio de relaciones.
Otros muchos para crecer necesitan «poseer» un nivel económico más elevado, hacerse con una posición social, tener algún puesto de relevancia.
Este modo de entender y vivir las cosas ha penetrado tan profundamente en nosotros que está incluso deformando sustancialmente la vida de fe de muchos hombres y mujeres de hoy.
Hay cristianos que entienden la fe como algo que se tiene. Unos la poseen y otros no. Felizmente ellos están en posesión de la verdad.
Se someten a unas fórmulas creadas en su tiempo por otros creyentes, se hacen su propia síntesis del cristianismo y ya no se dejan transformar. Se han instalado interiormente. Ya no crecen. No se aventuran a dar pasos en seguimiento de Jesucristo.
Precisamente el sentirse «felices propietarios de la fe verdadera» les dispensa de buscar por sí mismos y de abrirse día a día al misterio de Dios.
Sin embargo, la fe no es algo que se posee, sino una vida que crece en nosotros. Jesús nos habla en sus parábolas de «la semilla que crece» y de «la levadura que fermenta la masa».
La fe es orientación de toda nuestra persona hacia Dios. Es búsqueda, renacimiento constante, crecimiento interior, expansión en toda nuestra vida.
Quien ha entendido a Jesús sabe que no es lo mismo «poseer fe» que creer en El y caminar tras sus pasos.
CONVIVIENDO CON NO CREYENTES
Pese a la advertencia de Jesús, una y otra vez caemos los cristianos en la vieja tentación de pretender separar el trigo y la cizaña, creyéndonos naturalmente «trigo limpio» cada uno.
Sorprende la dureza con que ciertas personas que se sienten «creyentes» se atreven a condenar a quienes, por razones muy diversas, se han ido alejando de la fe y de la Iglesia.
Pero creencia e increencia, lo mismo que el trigo y la cizaña de la parábola, están muy entremezclados en nosotros, y lo más honrado sería descubrir al increyente que hay en cada uno de nosotros y reconocer al creyente que late todavía en el fondo de bastantes alejados.
Por otra parte, no es el escándalo o la turbación la única reacción posible ante los increyentes. Su presencia puede, incluso, ayudarnos a entender y vivir mejor nuestra propia fe.
En primer lugar, el hecho de que haya hombres y mujeres que pueden vivir sin creer en Dios me descubre que soy libre al creer. Mi fe no es algo que me viene impuesto. No me siento coaccionado por nada ni por nadie. Mi fe es un acto de libertad.
Por otra parte, los no creyentes me enseñan a estar más atento y ser más exigente al confesar y vivir mi fe. Con frecuencia observo que los increyentes rechazan un Dios ridículo y falso que no existe, pero que lo pueden deducir de la vida de los que nos decimos creyentes.
No deberíamos olvidar las palabras del Vaticano II: «En esta proliferación del ateísmo puede muy bien suceder que una parte no pequeña de la responsabilidad cargue sobre los creyentes en cuanto que, por el descuido en educar su fe o por una exposición deficiente de la doctrina… o también por los defectos de su vida religiosa, moral o social, en vez de revelar el rostro auténtico de Dios y de la religión se ha de decir que más bien lo velan».
Los increyentes me obligan, además, a recordar que en mí existe también un incrédulo. Es cierto que podemos hablar hoy de creyentes y no creyentes. Pero esta división es, a veces, demasiado cómoda. La frontera entre fe e increencia pasa por dentro de cada uno. Entonces aprendo a no ser un creyente arrogante, engreído o fanático, sino a seguir caminando humildemente tras las huellas del Dios oculto.
No me siento mal entre increyentes. Creo que Dios está en ellos y cuida su vida con amor infinito. No puedo olvidar aquellas palabras tan consoladoras de Dios: «Yo me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: «Aquí estoy, aquí estoy» a gente que no invocaba mi nombre» (Isaías 65,1).
Espero que los disfrutéis.
Fraternalmente
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