Inicio › Foros › Formación cofrade › Santoral › 27/04/2012 Santa Zita y San Pedro Armengol
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27 abril, 2012 a las 10:14 #7718
Anónimo
InactivoNuestra Señora de Montserrat. Santos: Pedro Armengol, confesor; Zita, santa Patrona del servicio doméstico; Tertuliano, Antimo, Teófilo, Juan, obispos; Anastasio II, papa; Cástor, Esteban, mártires; Zósimo, monje; Teodoro, Juan, abades.Santa Zita.De ella se cuentan, además de los rasgos fundamentales que la hicieron santa, multitud de anécdotas y milagros que sucedieron tanto en vida como después de muerta. Bien puede haber entre ellos la base real que justifica el relato agrandado por el cariño de las gentes sumamente comprensible por ser ella una más del pueblo. Y santa, muy santa tuvo que ser la patrona del servicio doméstico.
Canonizar a un mártir es fácil, basta con demostrar que su muerte la causó el odio a fe; canonizar a los papas, obispos, abades, fundadores y reyes, es algo más difícil, porque se precisa demostrar procesalmente su presupuesta santidad y la señal del cielo –el milagro ratificante– y para eso hay que contar con personas, tiempo y dinero. Canonizar a un cura es bastante más complejo, se precisan la santidad del sujeto como en todos los casos y encontrar a alguien que se interese mucho en sacar adelante el largo proceso; es casi tan difícil como canonizar a una madre santa –hay muchas–, a un maestro, o médico de pueblo. Pero canonizar a la criada de toda la vida, a la sirvienta, tiene mucho mérito. Y ya tenía yo ganas de tropezar como hagiógrafo novel con un caso de estos. Zita cumple sobradamente mi deseo y confieso que, desde que escribo su vida en pinceladas, admiro más al servicio doméstico.
El comienzo del siglo XIII la vio nacer en una aldea llamada Monsagridi en una familia pobre de bienes y rica en amor y temor de Dios; comienza a servir –bonita palabra por su contenido– en Lucca a la familia del acomodado Fatineli que vive junto a la iglesia de San Frigidiano. La bondad de los hábitos adquiridos con paciencia y buen humor en la escuela de la familia y el celoso quehacer llevado con alegría y mucho empeño la indispusieron en su trabajo con los otros criados que se ganan el pan cumpliendo sin mucho esfuerzo. Ella trabajó bien y terminó la tarea con primor, los otros pensaron que se esforzaba en demasía y los dejaba mal a ellos. ¿Por qué no se contentaba con hacer lo suficiente para salir del paso? (La envidia siempre es molesta compañera de camino y lo malo es que se encuentra por todas partes y en todo tiempo.) Los colegas mediocres, en su ineptitud, interpretaron mal sus gestos; a la virtud le llamaron soberbia, a la puntualidad, engreimiento; a la presteza, adulación y al sacrificio, remedo; sí, hasta en la piedad maljuzgaron a Zita como hipócrita aspirante al beaterio. Menos mal que Zita supo ser fuerte, se conservó serena, mantuvo el tipo con espíritu alegre y sin quejas.
Otro aspecto que resalta en su vida de servicio a todos es la caridad con el prójimo menos afortunado en salud, trabajo o dinero. De lo suyo –que era poco– dio todo; alargada en la generosidad, de los bienes que sobraban a otros –los superfluos de su dueño– no se paró en mientes para hacer partícipes a los pobres; esto llegó a causarle trastornos con el amo Fatineli que alguna vez vio aminorada su despensa o disminuidos sus graneros. ¿Tenía derecho a hacerlo? ¿Se puede forzar a los otros a dar de lo que les sobra? ¿Es justo dar de lo ajeno? ¿Tendrá algo que ver el derecho a la propiedad con el deber de la propiedad? En la profusión de Zita se entrevé la sisa de Dios, no prevista por la ley, pero que es exigencia del amor ya que la justicia sin misericordia se queda corta y llega a convertirse en injuria.
Quizá los sociólogos predigan –seguro que con poco fundamento– que se acabará en nuestro tiempo el servicio doméstico; incluso hay quien afirma –insensato– que es oficio bajo e indigno. Si aciertan o no en lo primero, ya lo dirá el tiempo; pero el servicio concreto, el de cada uno a los demás, es condición necesaria en la vida ya que, cuando alguien no necesita de otros, está muerto. El servicio es necesario, sí; y no hay servicio indigno ni pequeño.A lo mejor viene bien otro pensamiento. Si el trabajo se hace amando a Dios y al prójimo debe resultar muy bien hecho. En el caso de que esta actitud provocara molestias o conflictos entre los colegas y comenzaran a tildarlo de «perfeccionismo indebido», «falta de espíritu de clase» o «excesivo rendimiento», ¿defendería el sindicato a quien es íntegro y responsable en su empleo?
Gracias, muchas gracias, Zita, por tu ejemplo.
San Pedro Armengol.La escena está situada en el entorno social de la Tarragona de los tiempos de Jaime I (1208-1276), rey que se ganó a pulso el glorioso apodo de Conquistador, como le llaman los cronistas. En sus territorios salió un muchacho producto de la cultura de la época; menos mal que no quedaron sus días en el bandidaje de la sierra que le daba fama y gloria, sino que por otros caminos llegó a la santidad cuando el Señor le tocó el alma.
Pedro Armengol nació en el año 1238, en Guardia de Prats, tras las murallas del castillo Montblanch, residencia habitual de los descendientes de los condes de Urgel; era el mismo año que tuvo lugar la conquista de Valencia.
Se puede decir que los nobles no se sentían demasiado sujetos a leyes, más bien ellas se identificaban con su voluntad o dimanaban de su capricho. Es cierto que se podrán contar algunas honrosas excepciones, pero son las menos; lo que abundaba entre la nobleza era el carácter altivo e insolente de quienes se consideraban dueños de la tierra que labraban los criados; y además, no era infrecuente pasar del dominio de la tierra al de las casas e incluso de sus moradores. Los detentores del poder, del honor y del rango no tenían –o al menos no conocían– barreras, llegando a considerarse dueños de vidas y haciendas. Gozaban en pasar su tiempo en el continuo ejercicio de las armas, en el adiestramiento para la pelea donde residía el poder y mando, concertaban justas y, para no aburrirse, recurrían al arte de la caza.
Así creció Pedro Armengol y así le fue.
No había día sin reyerta, ni mujer que tuviera otro dueño; lo propio de Pedro era el desenfreno. Adornado con todos los derechos sin ningún compromiso de deber, se consideró muy por encima del común de los hombres y mujeres que le rodeaban y le servían como siervos. La ambición, la gloria, el poder y el deseo de mando es lo único que le preocupa y desea porque le da prestancia y nombre entre sus amigos. Su hambre y sed de hazañas y heroicidades lo va haciendo cada vez más altanero hasta constituirse capitán o jefe de bandidos que saquean, roban, incendian y matan cuando alguien se resiste a sus deseos. Solo con veinte años es un demonio enérgico y cruel que tiene sus manos cargadas de tropelías y en su cabeza nacían planes cada vez más amplios de aventuras y desenfreno.
El rey Jaime quiere la pacificación de su reino y decide tomar las medidas oportunas. Una prudente razón de gobierno, porque hace falta estabilizar las fronteras ya que persisten las reivindicaciones francesas cuyos monarcas pretenden imponer feudo sobre Cataluña como herencia de los carolingios. Encomienda esta tarea al fiel Arnoldo, que es hombre de su plena confianza; el noble designado es el padre de Pedro que ahora se debate entre la alegría por gozar de la confianza del soberano y la triste intuición de tener que habérselas con las tropelías de su hijo Pedro, ya que tiene sospechas fundadas de que los desmanes que corren por el reino bien pudieran estar unidos a la persona de su heredero, desaparecido no hace mucho de la casa paterna con la excusa de nobles aventuras. Fiel a su cometido, Arnoldo persigue y acorrala al grupo de salteadores que, en noble lid cae en sus manos. Sí, es su hijo quien queda desenmascarado entre episodios de vergüenza; ahora aparece su verdadera imagen: un hombre sin honra.
Y este fue también el comienzo de su conversión.
Tenido conocimiento de la existencia de la recientemente fundada Orden Mercedaria, que es una mezcla de monjes y caballeros, y que tiene por fin la digna y noble empresa de liberar cautivos, decide Pedro quemar el resto de sus días en el servicio del bien. Vistió el hábito blanco y encontró su sitio después de haber visto la luz. La sorpresa de quienes antes le conocieron tiempo atrás no tiene límites: El antiguo salteador y bandido es ahora predicador del bien evangélico, del perdón, de la Virgen de la Merced y de los gestos de caridad cristiana que deben notarse en el desprendimiento de limosnas para recaudar fondos y en el pensamiento elevado a Dios por los pobres que sufren cautiverio. Hace idas y venidas frecuentes a África para pagar rescates de cautivos y también llegó a conocer voluntariamente la mazmorra con su hediondez fétida, cuando se quedó como rehén a cambio de la liberación de unos niños.
En Bugía, la pequeña Meca, le colgaron en la horca. Esto no era extraordinario; sí lo fue el hecho de estar tres días en esa situación sin morir. A su regreso a la patria, solo por obediencia contará el relato de los hechos, afirmando siempre con humildad agradecida que aquellos fueron favor de Santa María. Probablemente, la horca le dejó como secuela su ya permanente palidez extrema y el gesto habitual de lo torcido de su cuello.
La Orden Mercedaria cuenta con el popularísimo y venerado Pedro Armengol para presentar un modelo de heroicidad cristiana en la caridad de redimir cautivos, a pesar de que su revuelto pasado estuviera asentado sobre el lastimoso ejercicio de querer ser dueño.
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