Inicio Foros Formación cofrade Santoral 03/06/2012 Santa Clotilde y San Carlos Lwuanga y compañeros.

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    Santos: Carlos Lwanga y sus compañeros mártires de Uganda; Cecilio, David, Lifardo, Alberto, Atanasio, confesores; Pergentino, Laurentino, Luciniano y los niños Claudio, Hipacio, Pablo y Dionisio, mártires; Hilario, Adalberto, obispos; Isaac, monje; Paula, Olivia, vírgenes; Clotilde, reina; Juan Grande, Patrono de la Diócesis de Jerez (España); Juan XXIII, papa (beato).

    Santa Clotilde.

    Vivió en medio de la barbarie más acentuada, rodeada de odios y asesinatos sin fin; pero el espíritu evangélico pudo abrirse camino en Clotilde a pesar de las frecuentes luchas, incendios, saqueos, sangre y despojos.

    El rey de los borgoñones es Gondealdo, un ser feroz. Para poder reinar tranquilo mató a sus hermanos uno a uno. En su castillo inexpugnable de Ginebra, entre picas, espadas, criados, soldados, corazas y escudos vive su sobrina Clotilde, hija de Chilperico, rey de los burgundios, porque su padre había muerto a traición, a su madre se la llevó el agua y sus hermanos habían sido pasados por la espada en aras de los intereses reales. Además, todos son arrianos menos ella; sufre con dolor e impotencia conviviendo con los asesinos de su familia; hay en Clotilde una mezcla de odio y de resignación. No es extraño que pase las frecuentes fiestas del palacio rezando, lavando los pies a los pobres o llevándoles unos mendrugos.

    Un día resultó que uno de aquellos mendigos era un mensajero que portaba un recado del rey Clovis desde el reino franco. Enterado de su bondad y belleza, quiere tomarla el rey por esposa; las gestiones hechas ante la corte de Gondealdo no habían dado resultado y hubo de recurrirse a la gestión directa y particular; como señal, le entrega un anillo real.

    Clotilde ve el cielo abierto; ha llegado la hora de la venganza. Está también en ella toda esa naturaleza salvaje con las pasiones desatadas y libres que dejan al descubierto el instinto inexorable que se da entre los bárbaros. El encuentro se produjo en Villery, cerca de Troyes, antes de que pudieran ser alcanzados por las huestes de Gondealdo, capitaneadas por Aredio, uno de los principales, que desde hacía tiempo la pretendía.

    Ha llegado a un mundo nuevo; la corte tiene un estilo mas fino y hasta las casas son diferentes; no vive el rey en un castillo, pero no le falta esbeltez y hermosura a su casa, que a su vez está rodeada por otras donde viven los magnates, servidores de palacio, criados, artesanos y menestrales. En el 493 se casaron, profundamente enamorados y Clotilde se impone por su sencillez, dulzura y bondad ganándose el cariño de los francos.

    Pero la reina está triste por la abominación; allí solo se habla de Odín, Thor, Imer, Friga y de toda la corte de los peleones dioses paganos y hay una plaga de magos y agoreros con sus continuos conjuros. Solo de vez en cuando escucha la doctrina de Cristo por la presencia de Remigio, un obispo de Reims que le hace llegar el rey en deferencia; le escucha sin cansancio y le pide oraciones para que su marido, noble y bueno, reciba la fe.

    Ha pasado a ser la celosa catequista de su casa con su marido, los nobles, magnates y domésticos. Pero aquello parece inútil a todos, principalmente al rey. ¿Un Dios en la cruz? ¿Humillado, abandonado y sin defensa? ¿Sin tropas? ¿Sin ejército? Más le parecía a Clodoveo un cobarde que un guerrero. Y peor se puso la situación al morírsele el hijo primogénito que había permitido se bautizara. Clodoveo le echó la culpa al Dios de su esposa, diciendo que, si se hubiera puesto bajo la custodia de Odín, viviría.

    Hasta que los francos y alemanes se enfrentaron en Tolbiac (a. 498). Mal le iban las cosas a las desorganizadas tropas de Clodoveo que las veía derrotadas y huidas en desbandada, presagiando un desastre guerrero. Acude al Dios de Clotilde de quien decían que no abandona a los suyos, con la promesa de hacerse cristiano si recibía ayuda del cielo. La suerte cambió hasta llegar a la derrota de los alemanes con su rey muerto y los leales pidiendo clemencia en su rendición. No podía esperar más Clodoveo, a pesar de perder en la batalla a su hijo mayor, que dejaba huérfanos a dos niños que habían de ser los herederos.

    Recibió el bautismo en compañía de un buen número de nobles, los bautizó Remigio, el obispo amigo de la familia; y con el paso del tiempo, se convirtieron más. Cuando murió Clodoveo en el 509, el reino franco era cristiano.

    Clotilde quema sus días entre París y su monasterio de Tours, cuidando de sus dos nietos, hijos del mayor, muerto en la pelea. Pero tuvo que ver aún más desgracias y tragedias; sus otros dos hijos, Childeberto y Clotario, se habían repartido el reino de Clodoveo y también quisieron verse libres de rivales, liberándose del estorbo de los nietos. ¿Sabes qué hicieron? Les sacaron los ojos para que no pudieran reinar siendo ciegos.

    Los restos de Clotilde se enterraron en la iglesia de santa Genoveva en París.

    Entre escalofriante crueldad, envidias, odios, ansias de poder y más cosas, una mujer –en palabras de Gregorio de Tours, «asidua en las limosnas, infatigable en las vigilias, perfecta en la castidad»– fue el instrumento para que Dios se luciera. La ruda fe de Clotilde, su paciencia y dulzura con mezcla extraña de antiguos residuos bárbaros sirvieron de instrumento.

    San Carlos Lwuanga y votros compañeros.

    El marco es Uganda; forma parte del Vicariato del Nilo y tiene su centro misional de Santa María de Rubaga donde ha comenzado a ampliarse el número de los neófitos que se forman para el bautismo.

    El rey es Mtesa. Al principio se mostró favorable a la predicación cristiana; luego cambió porque el comercio de esclavos se le iba de las manos y él tenía allí una buena participación. Le sucedió su hijo Muanga, amigo de los cristianos; se le complicaron las cosas por conspiraciones internas de las que se libró por los pelos y se rodeó de cristianos por razones de seguridad. El primer ministro, partícipe de la conjura abortada, y otros miembros del gobierno vieron mal este giro de la política real, sobre todo cuando se corren las voces de que un tal José Mñasa pudiera ser el próximo primer ministro. Se activaron las tramas y las conjuras que se culminaron con el apoyo de un nuevo factor inesperado originado en la religión mahometana.

    Los jóvenes cristianos de la corte se vieron obligados a rechazar las infames provocaciones del rey que llegó a numerar entre sus privilegios reales satisfacer su lujuria con los pajes de la corte; les solicitaba para realizar actos contra la naturaleza. La persistente y firme negativa de aquellos cristianos fue el pretexto para la persecución.

    En 1886 se publicó un edicto de persecución «contra todos aquellos que oran» en clara alusión a los cristianos.

    Nunca se sabrá el número de los que murieron. Fueron muchos. Sí se sabe de los que estaban en ese momento al calor del palacio real y, por su martirio, se llegó a conocer la persecución.

    Un grupo fue martirizado el día 3 de junio de 1886. Fueron trece varones comprendidos entre los trece y los treinta años. Casi todos formaban parte del personal de confianza de la corte, la mayor parte eran pajes. Carlos Lwuanga tenía 21 años, el favorito del rey, y a quien se le encargaban los asuntos más delicados; por rechazar con firmeza las proposiciones del rey, Muanga lo destituyó y lo metió en el calabozo, que finalizó con el martirio. Otro mártir fue el hijo de Mkadianda –el principal y más cruel verdugo– que se llamaba Mbaga Tuzindé; solo era un catecúmeno de dieciséis años a quien su padre visitaba diariamente en la cárcel para arrancarle la promesa de «no orar más en adelante»; estuvo dispuesto a perder todo antes que abjurar; lo bautizó Carlos Lwuanga en la prisión nada más conocerse su condena a muerte; el único favor que pudo conseguir su padre fue que le dieran un golpe en la cabeza para que no sufriera con el fuego. Se sabe también del martirio de Mgagga y Gyavira, de dieciséis y diecisiete años, respectivamente, bautizados también por Carlos en el calabozo. Santiago Buzabailao se llamaba otro, y Kizito que con solo trece años dio la nota de energía y decisión animando a todos y tomando la iniciativa de sugerir que se dieran la mano cuando fueran llevados al martirio para ayudarse mutuamente si alguno desfallecía. Mukasa Kiriwanu ni siquiera recibió el bautismo de agua; era un paje más que, cuando llevaban a sus compañeros al martirio, le preguntaron si era cristiano, dijo que sí y se unió al grupo de los mártires. Lucas Banabakintu, bautizado cuatro años atrás, confirmado y repetidas veces comulgado, no trabajaba en palacio, sí con un amo pagano; se presentó voluntariamente a su dueño y este lo entregó a los soldados; tenía treinta años. Algunos no pudieron llegar desde el calabozo a la colina Namugongo por desfallecer en el camino; a estos los atravesaron con lanzas; los que llegaron murieron quemados a fuego lento.

    En el otro grupo solo eran nueve. Algunos habían sido compañeros de los jóvenes palaciegos. Otros, no; como Matías Kalemba Murumba, juez de cincuenta años que había recorrido el camino desde pagano a católico, pasando por mahometano y protestante; era un hombre de gran prestigio que abandonó su profesión por incompatibilidades con la fe y era un ciclón apostólico; murió cortado en pedazos: primero mutilaron sus manos, luego los pies, después le cercenaron carne de la espalda y la asaron ante sus ojos; lo vendaron para que durara más y lo abandonaron; a los tres días pidió agua a unos que cortaban cañas, pero murió sin que le ayudaran por miedo a las represalias del rey. Otro mártir se llamaba Andrés Kagwa; este se desvivió atendiendo a los apestados, bautizó a algunos de los moribundos y enterró a muchos; le cortaron la cabeza el 26 de mayo, cuando tenía treinta años. Juan María Iamari, o Muzei, era un anciano muy caritativo, prudente, que participaba en los bautizos y catequesis; rehusó huir; se presentó él mismo al rey, de ahí pasó a manos de su primer ministro quien lo ahogó en el estanque de su propia casa. ¿Más? Sí. José Mkasa Balikuddembé, antiguo ayuda de cámara del anterior rey y un tiempo también de Muanga; como hombre de confianza, había influido en la selección de los jóvenes del palacio, cooperó en su orientación cristiana y apoyó decididamente la resistencia de los jóvenes a las pretensiones impuras de Muanga; lo decapitaron en Mendo, pero antes pidió a los verdugos que le comunicasen al rey un último mensaje: que le perdonaba y que hiciera pronto penitencia por sus pecados.

    África sabe mucho de mártires cristianos. Desde el mismísimo comienzo de la fe hubo sangre testimonial derramada con violencia en su tierra. Después vinieron las herejías, los vándalos y los mahometanos y arrasaron el continente volviendo a la antigua barbarie. Los mártires de hoy pertenecen al siglo xix. No fueron los últimos, en el siglo xx murieron otros más dejando sus vidas con testimonio de fidelidad. Solo hace falta que madure el juicio de la Iglesia. A los de hoy los canonizó el papa Pablo VI el 18 de octubre de 1964. Pero conviene dejar constancia de que, cuando en Occidente se consideraría una monstruosidad quemar a los sodomitas e invertidos –cada día se escuchan más las voces de gays y lesbianas que gritan por lo que llaman sus libertades y derechos–, hoy se celebra en la Iglesia a quienes murieron en la hoguera justo por negarse al pecado nefando.

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