Inicio Foros Formación cofrade Santoral 01/07/2012 San Simeón Salo, San Justino Orona y San Atilano

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    Santos: Aarón (hermano de Moisés), Anastasio, Basilio, Domiciano, Cibardo, abades; Reina, virgen; Cayo, presbítero; Rumoldo, obispo y mártir; Casto, Secundino, Julio, Aarón, mártires; Justino Orona Madrigal y Atilano Cruz Maldonado, sacerdotes y mártires; Regina (Carolina), Simeón, Teobaldo, Teodorico, Tierry, Felices, confesores; Galo, Hilario, Arnoldo, Leoncio, Martín, obispos; Ester, reina.

    San Simeón Salo ó Loco.

    Reza el refrán castellano que «cada maestrillo tiene su librillo» refiriéndose a los modos diversísimos de enseñar a los demás lo que cada uno sabe. Luego, la ciencia pedagógica se encarga de proponer a los pedagogos la mejor manera de transmitir el saber en cada una de las materias, dictando normas y diciendo lo que se puede y lo que no se puede hacer para conseguir que los alumnos aprendan más y los maestros desperdicien menos su energía y su tiempo. Incluso se necesitan títulos, diplomas, cursos bien aprovechados, conocimientos de técnicas para programar, concretar objetivos, distribuir por tiempos y evaluar los resultados para llegar a ser un excelente maestro e incluso conseguir un puesto de trabajo. Así hemos complicado las cosas hoy. Simeón, como vamos a ver, rompió los esquemas de la pedagogía de todos los tiempos. Se le cataloga como anacoreta y lo que cabe esperarse de tal sujeto es el retiro en el desierto, la vida de oración y la ascesis de la penitencia; con todo ello, el solitario da testimonio y buen ejemplo que estimula al resto de los mortales creyentes a ser menos egoístas, más piadosos y también mejor dispuestos a hacer todo el bien posible al prójimo con quien se convive. De esta manera vivió treinta años Simeón, pero se salió de anacoreta y se convirtió voluntariamente en Loco.

    Nació en Emesa el año 522. A los treinta años se fue a la parte del desierto donde el abad Nicon tenía sus dominios, ayudando a sus monjes en la entrega y recordándoles los compromisos adquiridos. Pasados treinta años de soledad, oración y penitencia decide dejar el retiro para convertirse en su pueblo natal –donde ya nadie le recordaba– en el estrafalario loco que entre risas, chanzas, lloros, brincos, gritos, gracias, amenazas, consejos, chistes, conducta de lunático y actitudes de escándalo para los buenos, acaba siendo la conciencia moral del pueblo.

    Y es que Simeón no quiso ser un santo de cliché, ni de esquema. Ni siquiera quiso enseñar el Evangelio como mandan los cánones; tuvo su estilo y, poniéndolo en práctica, consiguió, siendo Loco, hablar del Reino. No es la leyenda, la imaginación o la fábula la que nos presenta su imagen; es un personaje bien definido en la época, en la geografía y en el modo razonado de actuar del modo menos razonable que se pueda pensar. Veinte años después de muerto, el obispo de Chipre, Leoncio, escribió su vida y milagros bien probados que le contó el diácono Juan, de Emesa, entre Damasco y Antioquía, que supo ver con los años la santidad de este Simeón Salo –así dice loco en sirio– que se propuso jugar con el mundo y reírse de él.

    Comenzó su hazaña en la Edesa que le vio nacer en otro tiempo, arrastrando a un perro muerto que encontró en el basurero próximo, atándole una pata al ceñidor de esparto de su hábito, corriendo y gritando por el pueblo y llevando tras de sí una bulliciosa nube de chiquillos que gritaban al unísono entre risas y burlas persiguiendo al monje que se comportaba de tal guisa y que extrañó tanto a los serios del pueblo. El primer domingo no hace otra cosa que tirar nueces a las velas del altar con el acierto de apagarlas, y cuando se indignaron el presbítero y sus feligreses, se subió al púlpito y tiró las que le quedaban a las mujeres piadosas del templo. Volcó las mesas de los vendedores de bollos y repostería para la ofrenda del culto, consiguiendo una buena paliza.

    Contratado para vender verduras por un tabernero, repartió entre los pobres la mercancía y dijo al de los vinos que «le había encargado a Dios le guardara su dinero»; reñía entre seriedad y risas a los borrachos diciéndoles que arruinaban su vida, mientras él bebía un vaso de buen vino; los clientes ríen sus ocurrencias y se preocupan con sus ridículas máximas de chiflado por lo que el negocio no le disminuye al tabernero; pensando los dueños que quizá no estuviera tan loco el Loco abad, decidió Simeón inventar otra locura que le evitara una posible racha buena: estando dormida la dueña, entra en su habitación, comienza a desnudarse, grita la señora y rueda las escaleras hasta la calle por los mamporros que le propina el tabernero.

    Vive en una cueva, la suciedad y el desaliño son ahora su propiedad, pero pasea por el pueblo adornado con ramas de palmera en la cabeza y colgantes de uvas y de ajos; así va a la plaza del pueblo predicando conversión; el Loco, entre risas y saltos, se retuerce como un reptil por el suelo, con los puños cerrados amenaza destrucción, para la gente es un cínico y lunático, simple, loco o brujo. Para que no quepa ninguna duda de su maldad, a las mozas peligrosas por su belleza las deja con los ojos estrábicos, aunque las vuelve guapas de nuevo si dejan que les bese los ojos tuertos, permitiendo se les aproxime con su rala y sucia barba. No se sabe cómo, pero no le faltan cinco sueldos para organizar mesa y comida para pobres en la plaza del pueblo; si alguien pensó que eso era cosas de buenos, pregunta a las de vida alegre si aceptan su amistad y así se ve que es para vicio su dinero (quizá quepa reseñar que algunas de ellas terminaron en convento). Como dijeron que no probaba bocado en la Cuaresma, apareció a la salida de la iglesia un Jueves Santo devorando –que no comiendo– medio cordero. Busca ocasiones de infamia, aceptando la calumnia de una criada joven embarazada de ser el padre de lo que lleva en su seno; a la hora del parto confesó la pobrecilla a su señora la mentira, descubriendo la estrategia del Loco que la cuidó con esmero todo el tiempo del embarazo, como si verdad hubiera sido su aserto.

    ¿Por qué el santo decidió ser Salo dejando de ser cuerdo? Cuando era anacoreta, se acostumbró a la pobreza, no le costaba ser casto, le importaba poco la soledad, no le escocía la falta de sueño, el trabajo era normal, comer yerbas cocidas no tenía más interés, el calor, el frío y la penitencia dura no le metían en el lecho. Todo era poco por Cristo; Él merecía más de eso. Pero la soberbia, el amor propio, el orgullo, la fama era otro cuento; que le dijeran «santo» le daba gozo y que le llamaran «penitente observante» le traía consuelo; sí, de novicio, de profeso, de asceta consagrado… siempre tenía serpeando la soberbia enredada en su cuerpo. Amando a Dios tanto, pensó que era preciso reírse de sí, del mundo y llegar al desprecio. La locura era buen recurso para limpiar el desierto del orgullo que bajo capa de santo se puede encerrar en el anacoreta de su tiempo, porque parecía intentar batir récords de hambres y querer superar marcas de penitencias anteriores. Para hacer el bien, sin peligro de que le llamaran «bueno», la locura fue el remedio cierto; así podía aparecer como frívolo, malo, juerguista, pecador, tonto, necio, Loco o Salo que es lo mismo.

    Si, además, a Dios le gustó el trabajo de su bufón risueño, profeta, taumaturgo, excéntrico escandaloso, payaso que rompía el envaramiento tieso de los creyentes premiándolo con milagros, ¿qué «peros» podremos ponerle al método pedagógico de Simeón Salo?

    San Justino Orona Madrigal y San Atilano Cruz Alvarado.

    Santos mexicanos. Párroco y coadjutor. De 51 y 27 años. Uno experto y otro comenzando. El párroco, colmado de virtudes; y el bisoño coadjutor aprendiendo heroicidades desde la raíz de su ordenación. El tiempo de las amenazas hacía de lo ordinario virtud.

    Justino había nacido en Atoyac, Jalisco, diócesis de Ciudad Guzmán, el 14 de abril de 1877. Era el Párroco de Cuquío, Jalisco, archidiócesis de Guadalajara. Tiempo atrás había fundado la Congregación religiosa de las Hermanas Clarisas del Sagrado Corazón.

    Su vida estuvo habitualmente marcada por la cruz, pero siempre se conservó amable y generoso. En cierta ocasión escribió: «Los que siguen el camino del dolor con fidelidad, pueden subir al cielo con seguridad». Cuando arreció la persecución, permaneció entre sus feligreses diciendo: «Yo entre los míos vivo o muerto».

    Atilano, su coadjutor, vicario o ministro –que es lo mismo– en la misma parroquia de Cuquío, había nacido en Ahuetita de Abajo, perteneciente a la parroquia de Teocaltiche, Jalisco, diócesis de Aguascalientes, el 5 de octubre de 1901.

    Se ordenó sacerdote cuando esto se consideraba como el mayor crimen que podía cometer un mexicano. Pero él, con una alegría que le desbordaba, extendió sus manos para que fueran consagradas bajo el cielo azul de una barranca jalisciense donde se escondía el Arzobispo y el Seminario. Porque la clandestinidad no ha sido exclusiva situación de los primeros siglos del cristianismo.

    Una noche, después de planear párroco y vicario su especial actividad pastoral, ejercida en medio de incontables peligros, en la clandestinidad y siempre a salto de mata, ambos sacerdotes se recogieron para descansar en una casa del rancho de ‘Las Cruces’, cercano a Cuquío. Ese sería el Calvario para los dos. En la madrugada del primero de julio de 1928 las fuerzas federales y el presidente municipal de Cuquío –autoridades militares y civiles– irrumpieron violentamente en el rancho y golpearon la puerta donde dormían el párroco y su vicario.

    El Sr. Cura Orona abrió y con fuerte voz saludó a los verdugos: «¡Viva Cristo Rey!». La respuesta fue una lluvia de balas.

    El padre Atilano, al oír la descarga que cortó la vida de su párroco, se arrodilló en la cama y esperó el momento de su sacrificio. Allí fue acribillado, dando testimonio de su fidelidad a Cristo Sacerdote, la madrugada del 1 de julio de 1928.

    Poco antes había escrito: «Nuestro Señor Jesucristo nos invita a que lo acompañemos en la pasión».

    Llevaba once meses de sacerdote el pacífico, alegre y servicial ciudadano.

    A los dos sacerdotes los canonizó en Roma el papa Juan Pablo II, el 21 de mayo del Año Jubilar 2000.

    ¿Tendrán razón los que se empeñan en presentar al estamento eclesiástico, como dominante, aliado del poder constituido, hegemónico, feudalista, intolerante y violento? El anticlericalismo fanático está más emparentado con el odio a Dios y a su Iglesia; lo que pasa es que, además de servirle los calificativos expresados como excusa, con frecuencia encuentran acogida en mentes débiles, envidiosas o enfermas. Así entiende la sensibilidad popular este aspecto del problema: ¡Calumnia, que algo queda!

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