Inicio Foros Formación cofrade Santoral 18/07/2012 Santa Sinforosa y sus siete hijos, y Santa Marina

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    Santos: Federico, Arnulfo, Bruno, Filastrio, Materno, Rufilo, obispos; Emiliano, Anub, Jacinto, Justa, Rufina, mártires; Gundena, Marina, vírgenes y mártires; Arnoldo, Berta, Fintán, Mimbrorino, confesores; Pambón, anacoreta; Sinforosa y sus 7 hijos mártires; jesuitas mártires de China: Leon Ignace Mangin y Paul Denn, sacerdotes.

    Sinforosa, la mujer de Getulio, formó con generosidad una familia numerosa, aunque nunca dispuso de carné, ni obtuvo beneficios económicos en los transportes o en los colegios de los hijos.

    Bien puede mostrarse como ejemplo de tantas madres cristianas que han encontrado en la propia familia el campo natural donde Dios las ha querido apóstoles; allí hacen recia la fe de los suyos, entre los suyos desparraman a manos llenas –como el sembrador– las bondades evangélicas con olvido de sí mismas, y desde dentro del hogar facilitan el crecimiento del bien entre las malas yerbas del egoísmo.

    Santa Sinforosa y sus siete hijos.

    Sinforosa intenta hacer en su casa lo que Dios quiere y de este modo, al tiempo que realiza su vocación personal, se santifica y contribuye al bien de la sociedad y de la Iglesia. Supo descubrir que el bien para sus hijos no había de consistir en proporcionarles las vacaciones, oportunidades o bienes materiales que los padres anhelaron en su día y no tuvieron; con la luz de Dios conoce que no tenía que educarlos para que llegaran a ser «triunfadores» en la sociedad competitiva con la que habían de toparse en el tiempo futuro. Bien claro tuvo que su función de madre no había de consistir en facilitar a sus hijos todos los caprichos y gustos que apetecieran, ni siquiera procurarles como bien absoluto la salud del cuerpo. Con una sensatez digna de monumento y sin que estuviera de moda, sí se ocupó en prepararlos a servir, proporcionándoles una escala de valores en la que Dios ocupara el lugar primero; acertó cuando les daba motivaciones serias para obrar y cuando les inculcaba responsabilidad para que la cacareada libertad no fuera solo una palabra bonita sin contenido. Hicieron falta y vinieron bien las palabras; pero, cuando llegó el momento, les mostró el camino con la entrega de su vida. No hay mejor medio, ni más efectivo, en la pedagogía o didáctica.

    Ella fue cuñada, mujer y madre de mártires. La familia vivió en Roma un tiempo, yendo y viniendo a las propiedades que el padre de familia, el tribuno Getulio –llamado también Zotico–, tenía en Tívoli. Dios les ha dado siete hijos; son familia cristiana y, en una casa bien dispuesta, llenan las horas del día viviendo en paz y armonía entre trabajos y aprendizajes mezclados con juegos, gritos y rezos.

    El supersticioso emperador Adriano se ha convertido en un perseguidor cruel de los cristianos. Entre otros muchos, aprisiona a Getulio y a Amancio, su hermano y también militar. Prisioneros primero, acaban con la cabeza cortada en la orilla del Tíber.

    Durante todo el tiempo de la persecución, Sinforosa ha salido con los suyos de Roma hacia Tívoli y allí procura preparar a sus hijos para la amenaza presente que se promete larga y que ya ha acabado con la vida de su padre. Les habla del amor de Dios y del premio, de fortaleza y fidelidad, de lealtad a Dios con las obras hasta la muerte como ha sido la actitud de su propio padre. Tuvo que pasar oculta siete meses con sus hijos, escondiéndose en una cisterna seca por el temor a ser descubiertos, cuando arreciaba la persecución. Sin fingimiento inútil, los prepara hablándoles del peligro que corren, de los bienes futuros prometidos a los que son fieles y de la confianza en Jesucristo; también les pone al corriente de la dureza que supone el martirio y confiesa sus miedos ante la posibilidad de que claudique alguno de ellos. La familia responde haciéndose una piña en torno a la madre y se conjuran para estar dispuestos a la muerte antes que adorar a los ídolos.

    Llegaron un día los guardias a por la madre y los hijos. Sinforosa es clara y firme en el juicio: «No queremos adorar falsos dioses; seremos fuertes como mi marido y mi cuñado; mis hermanos cristianos están dispuestos a la muerte y lo mismo haré yo con mis hijos». El juez quiere colgarla por los cabellos junto al templo de Hércules; pero, comprendiendo que el espectáculo contribuirá a afianzar la fe de los cristianos que permanecen ocultos entre el pueblo, cambia el propósito, disponiendo que sea arrojada al río Teverone, próximo a Tívoli, con una pesada piedra atada al cuello.

    Sus hijos Crescente, Juliano, Nemesio, Primitivo, Justino, Estacteo y Eugenio, jóvenes y algunos niños, se resisten firmemente a sacrificar y aseguran con claridad ante el juez que se ha ofrecido con promesas a hacer de padre y madre para ellos: «No seremos menos fuertes ni menos cristianos que nuestros padres».

    Entonces es el potro alrededor del templo de Hércules el que entra en juego. A fuerza de ser estirados les descoyuntan los miembros, pero ellos bendecían a Dios en medio del tormento. Luego vienen los garfios que van rompiendo las carnes y, por último, vencido y humillado el juez por no poder torcer la voluntad de los fuertes y jóvenes reos, manda que los verdugos terminen con sus vidas atravesándoles con espadas y puñales.

    Enterraron sus cuerpos en una fosa común que los paganos llamaron luego «Biothanatos», queriendo expresar el desprecio a la muerte que mostraron al juzgarles. Cuando se calma la furia de Adriano en cosa de año y medio, los cristianos pudieron dar digna sepultura a los que llamaban ya, distinguiéndolos, como «Los Siete Hermanos» y levantaron una pequeña y pobre iglesia a Sinforosa. Posteriormente, sus reliquias se trasladaron a Roma y se pusieron, junto a las de Getulio, en la Iglesia de San Miguel.

    Esto es lo que dicen contando la vida y la muerte de una familia cristiana de los primeros tiempos. Quizá nunca se pueda comprobar cada paso de ella y, posiblemente, haya adorno en el relato, como si fuera un bonito y bien tramado cuento; pero no cabe duda de que quienes adornaron el hecho, si es que adornaron, sabían bien qué cosa decían y cuánto importaba el testimonio de los que murieron.

    Santa Marina.

    Aunque el actual nombre de Orense suele atribuirse a su pasado celta, latino o suevo, haciéndolo depender de Auria –de hecho, a su obispo se le denomina auriense en el II Concilio de Braga–, aceptando un pasado aún más pretérito, una antiquísima tradición nunca demostrada afirma que la ciudad de Orense se llamó Anfiloquia por atribuirse su fundación al griego Anfíloco, uno de los héroes del sitio de Troya.

    Esta introducción sirve para iniciar la hagiografía con una pregunta: ¿Hay una o dos Marina, virgen y mártir del siglo IV? Porque Orense y Antioquía cuentan con una santa de las mismas características. Y sería tan comprensible entablar una noble lid entre las dos ciudades por rescatar la figura de la santa como propia, como recurrir a un desdoblamiento del mismo personaje para que cada ciudad conserve a su heroína. De hecho, los listados de los santos mencionan, en lugares muy distantes, la veneración de una mártir que coincide en el nombre, en su condición de virgen y en la fecha de su martirio. Quizá la similitud o proximidad fonética de Anfiloquia y Antioquía sugiera inclinarse por la misma personalidad, aunque se deje la solución para los sabios de la historia.

    Sea como fuere, Orense conserva la parroquia románica de Santa Marina, en honor de una virgen y mártir local que cuenta con su particular versión hispana.

    Claridad de pensamiento, juventud, lozanía, fortaleza y decisiones libres se juntan entrelazadas en la descripción del martirio de Marina. Su enamoramiento de Jesús cobra tintes apoteósicos en la santa peninsular, y el relato de su vida debió de servir como modelo a las comunidades de fieles creyentes en Cristo para que cada uno se sintiera animado en la responsable andadura de la fe. El hagiógrafo no ahorró tinta en la narración de los tormentos; seguramente intentaba resaltar que las dificultades ordinarias de cualquier cristiano son despreciables en comparación de los generosos sufrimientos de la joven Marina.

    Ella y Librada son hermanas. Un buen día decidieron poner por obra la bien meditada decisión de marcharse de la casa de sus padres, porque habían llegado al extremo de la paciencia. La presión paterna para que abandonaran la fe en Jesucristo se hizo insoportable al amenazarlas seriamente con la muerte. Y es que los dominadores romanos que llegaron a Orense, y que ahora aprovechaban sus abundantes aguas termales en la estación balnearia que habían montado, no se andaban con remilgos a la hora de imponer la adoración a los dioses del Imperio; la deshonra, pobreza y muerte se cebaban con aquellas familias que no quisieran condescender con su imposición de ofrecer incienso a los ídolos.

    De común acuerdo se marcharon las dos hermanas al campo de Limia, en las cercanías de Orense, con el buen propósito de iniciar una nueva vida sin trabas para la piedad, al amparo del anonimato. Pero la calidad de su vida no pasó tan desapercibida como ellas pensaron en un primer momento; la solicitud por los demás se hizo notoria y Marina terminó por ser denunciada como cristiana ante la autoridad romana, detentada en aquel momento por Olibrio, quien quedó deslumbrado por la singular belleza de la joven en cuanto la vio, y por ello no solo buscó su renuncia a la fe, sino que también se propuso rendir su pureza.

    No sirvieron al importante romano las generosas ventajas profusamente descritas por el escritor de la Vita, ni las promesas de honores y riquezas, ni las terribles amenazas que también salieron de su boca; el tercio de la crueldad tendría que decidir la cuestión. Y es en este paso donde se despacha a su gusto el autor de la memoria que nos ha llegado, rellenando la narración con elementos calcados de la ‘aurea’, al exaltar las vicisitudes de los tormentos: furia del tirano y bondad contrapuesta de la mártir firme en su fidelidad; garfios de hierro para arar las carnes de Marina; horror dibujado en las caras de los testigos; hermosura destrozada de la joven y perseverancia en la fe. No pudieron desbaratar la actitud de la santa virgen ni el calabozo donde se cuenta que fue colocada ya maltrecha, ni las tentaciones diabólicas –con representaciones materializadas en la figura de un dragón– rechazadas y también premiadas con el consuelo celestial, ni las brasas aplicadas a los costados que llegaron al punto de provocar conversiones entre los testigos horripilados ante tamaña perversidad. Tuvo que mandar Olibrio el degüello de la virgen junto a la fuente, que en su honor se llamará ‘Aguas Santas’, en las proximidades de Orense.

    ¡Qué mal debe de sentirse el poderoso cuando se encuentra con la irreductible rebeldía de quien sabe que cuando lo matan ya no le pueden hacer más, y está dispuesto a perder la vida! Quien sufre y muere es el mártir, pero el vencido es el tirano, que no fue capaz de reducirlo y por eso lo mató. La disyuntiva ‘o te rindes, o te mato’ indica solo la posibilidad que da la fuerza y el poder, pero no lo hace racional. La vida de Marina demuestra una vez más que Olibrio –o como se llamara– tenía la prepotencia y Marina, la verdad.

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