Inicio Foros Formación cofrade Santoral 14/08/2012 San Tarsicio, mártir

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    Santos: Maximiliano Kolbe, presbítero y mártir, Patrono de los radioaficionados; Calixto, Marcelo, obispos y mártires; Eusebio, confesor; Betario, obispo; Eglón, Félix, Juniano, Marcelo, Rioveno, Ursicio, Demetrio, Tarsicio, mártires; Venenfrido, presbítero; Atanasia, viuda; Everardo, abad.

    San Tarsicio, mártir.

    Murió mártir durante la persecución de Valeriano. Su figura de niño héroe cristiano ha servido de estímulo y ejemplo durante dieciocho siglos a las generaciones de bautizados desde que han ido despertando a la fe. Su generosidad en la ayuda al prójimo y su disposición al servicio, impregnado de un amor generoso a Jesucristo en la Eucaristía han ayudado a la fantasía de los creyentes posteriores a renovar su veneración al Santísimo Sacramento. También los mayores han aprendido de él a vivir con coherencia la fe eucarística y a vigorizar las actitudes de adoración y culto que secularmente han practicado los discípulos del Señor.

    El relato de los hechos –con todos los rasgos de verosimilitud histórica– es así.

    Los cristianos no podían vivir la fe con manifestaciones externas. No tenían derecho a expresar la jubilosa explosión de felicidad que tenían dentro por saberse hijos de Dios con un culto externo. Era preciso esconderse para alabar al único Dios verdadero como discípulos del Señor Jesucristo; por no disponer de locales amplios donde pudieran reunirse, lo hacían a la orilla del Tíber, en los cementerios. Galerías largas y muy entrecruzadas; de vez en cuando se ve una lámpara encendida donde recordaban que se encontraba el cadáver de un mártir, la lámpara era la señal. Ellos conocían bien los largos corredores y los múltiples vericuetos; allí, en un ensanchamiento han tenido el buen gusto de poner en la piedra alguna inscripción y la figura del Pastor cargando una oveja en sus hombros; más adelante, en otro lugar, puede verse en la roca algo que se parece a un cestillo lleno de panes y peces; son símbolos de una historia pasada que se hace viva cada domingo y da más vida, alegría y fuerza a los discípulos de Jesús. Ahora se ve una especie de sala espaciosa, agrandada por las galerías que en ella convergen, donde hay una mesa grande cubierta por manteles muy blancos, con unos cirios encendidos sobre unos candelabros de plata o, al menos, así lo parece.

    Es un día especial. Sixto es el sacerdote; sí, lo nombraron como sucesor del pontífice Esteban al que habían matado los perseguidores. Todos cantan salmos, en medio de un gran silencio se leen algunos trozos del Evangelio y hace Sixto una sabia reflexión. El diácono Lorenzo pone pan y vino sobre la mesa y el anciano sacerdote comienza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar todos se dan el ósculo de la paz.

    Poco antes de dispersarse hay un recuerdo para los encarcelados; son los confesores de la fe; no han querido renegar; aman a Jesús más que a sus vidas. Es conveniente rezar por ellos y ayudar a sus familiares en la tribulación. Es también preciso hacerles partícipes de los santos misterios para que le sirvan de fortaleza en la pasión y en los tormentos.

    ¿Quién puede y quiere afrontar el peligro? Hace falta un alma generosa. Todos quieren; lo piden con los ojos: ancianos, maduros, mujeres y muchachas jóvenes con el rostro cubierto con un velo. Delante del nuevo papa Sixto, un niño ha extendido la mano; hay cierta extrañeza en el sacerdote que parece no comprender tamaña decisión, a simple vista disparatada. «¿Y por qué no, Padre? Nadie sospechará con mis pocos años».

    Jesús eucaristizado es envuelto en un fino lienzo y depositado en las manos del niño Tarsicio que solo tiene once años y es bien conocido en el grupo por su fe y su piedad; no se ha amilanado en la furia de la persecución por más que vio aquella noche cómo mataban al papa Esteban mientras hacía los misterios del Señor.

    Por entre las alamedas del Tíber va como portador de Cristo, se sabe un sagrario vivo, es una sensación extraña en él –entre el gozo y el orgullo– que nunca había experimentado. Pasa, sin saludar, embelesado con su tesoro. Unos amigos le invitan a participar en el juego; Tarsicio rehúsa; ellos se le acercan; Tarsicio oprime el envoltorio; le hacen un cerco y llega la temida pregunta: «¿Qué llevas ahí? Queremos verlo». Aterrado quiere echar a correr, pero es tarde. Lo agarran y fuerzan a soltar el atadijo que cada vez agarra con más tesón y fuerza, lo zarandean y lo tiran al suelo, le dan pescozones y puntapiés pero no quiere por nada del mundo dejar al descubierto al Señor; entre las injurias y amenazas acompañadas de empellones y puños, Tarsicio sigue diciendo: «¡Jamás, jamás!». Uno de los que se han acercado al grupo del alboroto se hace cargo de la situación y dice: «Es un cristiano que lleva sortilegios a los presos». Pequeños y mayores emplean ahora, bajo excusa de la curiosidad, con furia y saña, palos y piedras.

    Recogieron el cuerpo destrozado de Tarsicio y lo enterraron en la catacumba de Calixto.

    Cuando pasó la persecución, el papa Dámaso mandó poner sobre su tumba estos versos:

    «Queriendo a San Tarsicio almas brutales,

    de Cristo el sacramento arrebatar,

    su tierna vida prefirió entregar

    antes que los misterios celestiales».

    San Maximiliano María Kolbe.

    Nació en 1894 en Zdunska Wola, en Polonia central. Morirá en Auschwitz, el campo de concentración nazi. Fue el preso número 16.670, canjeado por el preso número 5.659. Le inyectaron una dosis letal –dicen que de ácido muriático– el 14 de agosto de 1941.

    Es una de las incontables víctimas de la crueldad del siglo XX; ese siglo en el que ha imperado en tantas y tan lastimosas ocasiones la «cultura de la muerte» a pesar de estar tan prendado de sí mismo.

    No es oro todo lo que reluce en la centuria que pone final al segundo milenio, no. Posiblemente los que hemos tenido la suerte de nacer y vivir en ella tan ufanos, tan engreídos con los avances que aportan las comunicaciones y la ciencia, embelesados con el comienzo de la conquista del espacio y con la medicina que pone remiendos para retrasar lo inevitable con los trasplantes de órganos… pienso yo que nosotros, los que cada día despertamos con el anuncio de una nueva tecnología punta que va a hacer más agradable la vida, a lo mejor tengamos motivos de vergüenza y de horror al recordar las terribles plagas de genocidios –tan grandes como no conoció otros la historia– de los que hemos sido testigos y, algunos, más que espectadores, culpables. Porque, se me ocurre pensar, no solo es intolerable violencia contra la humanidad lo ocurrido en los campos de concentración de aquellos nazis, también lo son los exterminios en la región de los Grandes Lagos africanos, las limpiezas étnicas de Kosovo y los casi infinitos abortos de las asépticas clínicas de los países ricos. Y la lista de casos se haría interminable…

    Maximiliano María Kolbe, como buen polaco, recorre el camino a Czestochowa cada año, en peregrinación costosa y emotiva, para rezar a la virgen negra de Jasna Gora, Patrona de Polonia. Ese amor a la Virgen fue madurando de modo armónico con su crecimiento. Ingresó en los franciscanos en Lwow. Fue estudiante en Cracovia y luego en Roma; también allí se ordenó de sacerdote en 1918. Vuelto a Polonia, funda la Milicia de la Inmaculada, que tiene como instrumento difusor el periódico El Caballero de la Inmaculada, y llega a construir el complejo apostólico de Niepokalanow, cercano a Varsovia.

    Es, por años, misionero en Japón.

    La Gestapo lo detiene en 1939 por ser molesta su actividad a los ocupantes alemanes, pero no es esta la detención definitiva. Pasarán dos años antes de ser deportado definitivamente al Campo de la Muerte o, como lo ha llamado el papa Juan Pablo II, «el gran Gólgota del mundo contemporáneo», a unos sesenta kilómetros de Cracovia.

    Hubo allí una fuga en los días últimos de junio del 1941 y las autoridades del campo decidieron una represalia. Eligen a unos cuantos para que mueran de hambre. Uno de los designados al azar por Fritsch, el jefe de campo, para morir en el «bunker del hambre» es el sargento polaco Fransciszek Gajowniczel, pero el nombre era lo de menos, solo era el preso número 5.659; en realidad, era padre de familia que dejaba mujer e hijos.

    «Me ofrezco para morir a cambio de ese padre de familia. Soy sacerdote católico». Había llegado para el P. Kolbe el momento de pasar de las palabras a las obras, dando la vida por el prójimo; para Fritsch era igual un número que otro.

    Todos van muriendo por inanición. El consuelo y la ayuda espiritual a los moribundos fue llegando a través del padre franciscano. Tres semanas de hambre han sido suficientes. Como queda todavía medio vivo el P. Kolbe, apoyado en la pared y musitando oraciones, pero al molestar su presencia, el enfermero –o lo que fuera– le inyectó para acelerar la muerte. Era víspera de la Asunción.

    Pablo VI beatificó a Kolbe en 1971, estando presente, como testigo de excepción, el sargento Franciszek Gajowniczel, y Juan Pablo II lo canonizó el 10 de octubre del año 1982.

    El amor a la Inmaculada, eso que a tantos hoy les evoca recuerdos de algo trasnochado e inútil, eso que suena a tantos a música celestial, que es lo mismo que decir como consuelo anacrónico para pusilánimes, torpes e inadaptados a las exigencias de la vida contemporánea, ese amor a la Virgen, hizo posible que un franciscano, el Loco de la Inmaculada, diera su vida por entero en salvación de un hermano necesitado cuando la historia se convertía en calamidad, en desgracia.

    El tono oscuro de los males del siglo que sugería al principio, se alumbra con los genios que de la misma humanidad han ido saliendo al arrullo y fuerza de la Gracia. ¿Por qué será que unos destripan la vida y otros la favorecen, apadrinándola hasta el fin? ¿Por qué?

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