Inicio Foros Formación cofrade Santoral 02/08/2012 Nuestra Señora de los Angeles y San Eusebio de V.

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    Nuestra Señora de los Ángeles.Santos: Eusebio de Vercelli, obispo; Esteban, papa; Máximo, Auspicio, Eufronio, Pedro de Osma, obispos; Catalina, Teódota, Evodio, Rutilio, mártires; Guillermo, abad; Juana de Aza y Pedro Fabro, beatos.

    Nuestra Señora de los Ángeles.

    En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la que la Trinidad Beatísima sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos por toda la eternidad, y las criaturas angélicas dan a la Señora la honra que merece.

    Desde que la doncella nazarena, María, fue visitada –«concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin»– por aquel personaje celeste, todo un Arcángel, y le dio «el sí», que sonaba a culto «genoito» griego o a «fiat» latino vulgar, la Virgen María es la Madre de Jesucristo. Así lo ha confesado la Iglesia desde siempre, y, cuando la maternidad divina fue puesta en entredicho –alguna vez, quizá, por no ser los hombres capaces de exponer lo que en el Hijo Encarnado pertenece al misterio–, surgieron concilios que explicitaron la fe.

    La misma revelación llamará a Jesucristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, Señor de señores (cfr. Ap 19, 16). Jesucristo es Señor porque le compete una plena y completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; este dominio, además de ser pleno, le es propio y es absoluto. La grandeza de María está íntimamente relacionada con la de su Hijo y su soberanía es plena y participada de la de su Hijo. El término Señora aplicado a la Virgen no es una metáfora; con él designamos su verdadera preeminencia y reconocemos en ella su auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser Madre del Dueño y Señor, es verdadera y propiamente Soberana, encontrándose en la cima de la creación y siendo efectivamente la primera y principal persona no-divina del universo. Afirma la bula definitoria de la Inmaculada, Ineffabilis Deus (8-XII-1854), que ella es «bellísima y perfectísima, tiene tal plenitud de inocencia y santidad que no se puede concebir otra mayor después de Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender».

    Por esta razón, ha sido venerada siempre como la criatura más excelsa, por encima de todos los Ángeles. Ellas, las criaturas celestiales, diversificadas en sus jerarquías de Querubines, Serafines, Tronos, Principados, Potestades, Ángeles y Arcángeles, le rinden pleitesía, como los patriarcas y los profetas y los Apóstoles… y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos…

    Pero como los títulos de María están fundamentados en su unión con Cristo como Madre y en la asociación con su Hijo en la obra redentora del mundo, resulta que, por el primer fundamento, María es Madre de Dios, lo cual la enaltece sobre las demás criaturas; por el segundo, María también es nuestra Señora, dispensadora de los tesoros y bienes de Dios, en razón de su corredención. Cierto que en múltiples y variadísimas ocasiones hemos acudido a ella recordándole este hermoso título soberano, y lo hemos considerado repetidas veces en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario. Hoy, de una manera especial, ¿qué puede impedirnos que la tratemos con el cariño de un hijo? De hecho, su propio Hijo le aplicó las mismas palabras del Amado que se leen en el Cantar de los Cantares, diciéndole: «Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. Huerto cerrado, fuente sellada. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente» (Ct 4, 7; 4, 12; 2, 10 y 12) ¡Ven, serás coronada!.

    Seguro que Ella nos espera; seguro que desea que nos unamos a la alegría de los ángeles y de los santos… con toda la creación. Y tenemos derecho a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.

    San Eusebio de Vercelli.

    En el año 340 fue nombrado primer obispo de Vercelli, sede situada en el Piamonte actual.

    Había nacido en Cerdeña en el 283. Le tocó vivir y trabajar por la Iglesia en una época difícil; parecía que se había olvidado la paz de Constantino; ahora manda Constancio y ha prestado oídos a los arrianos que ya han sido condenados en Nicea en el 325.

    La herejía arriana que niega la divinidad de Cristo, diciendo que no es consustancial al Padre, sino la mejor de las criaturas adoptada por Dios como hijo suyo, triunfó de nuevo en Arlés en el 353.

    El papa Liberio quiso arreglar la herejía y el cisma de modo pacífico; pero el asunto cada vez se hace más enojoso por añadir a la clarificación necesaria de la fe, la reparación de la injusticia que se está haciendo a Atanasio, constituido en el más enérgico defensor de la genuina doctrina que transmitieron los Apóstoles.

    De todos modos, nombra a Eusebio de Vercelli y a Lucífero de Cagliara como legados suyos para que intenten convencer al emperador de la necesidad de convocar un sínodo en Milán. Se tuvo la reunión deseada, pero con resultados negativos: la mayoría arriana –con Ursacio de Singidos a la cabeza y secundado por Valente de Mursa– impuso sus criterios al concilio.

    Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli y Lucífero de Cagliara resistieron con toda su fe, entusiasmo y fuerza, pero a los tres les tocó, como pago a su actitud, el destierro; Eusebio quedó bajo la vigilancia del obispo arriano Patrofilo, en Escitópolis de Palestina. Allí tuvo la ocasión de sufrir por la fe católica todo tipo de violencias, injurias, vejaciones y malos tratos. Se le trasladó a Capadocia, y, con este motivo, pudo conocer de presencia lo que antes solo sabía de oídas acerca de la Tebaida y del modo de vivirse la vida cristiana en Egipto.

    Cuando muere el emperador Constancio en el 361 y le sucede Juliano El Apóstata, recobra la Iglesia su libertad y los desterrados tienen la posibilidad de regresar.

    En el año 362 hay un sínodo en Alejandría al que asiste Eusebio con el intento de restaurar la verdadera fe en las Iglesias de Palestina y Siria y se le ve de nuevo en Vercelli al año siguiente; aunque entrado en años y mermadas fuerzas, aún se enfrenta al arrianismo de Auxencio en Milán en compañía de Hilario de Poitiers.

    Muere en los primeros días de agosto del 371, después de haber empleado la mayor parte de sus energías y de su vida en el esfuerzo por combatir el arrianismo. Merece la pena destacar sus modos de hacer en este intento; nunca manifestó en su lucha doctrinal la actitud propia del fanático, no se dejó arrastrar por el fácil y peligroso camino de los hombres de partido; él supo conjugar la firmeza en los aspectos teológicos con la cordura y caridad.

    Tiene San Eusebio de Vercelli otra faceta menos conocida, pero también de importancia; me refiero a la difusión de la vida monacal en Occidente, en la que tuvo una gran influencia después de haber contemplado durante su destierro el testimonio escatológico que ese estilo de vida conlleva.

    También es conocida su obra teológica puesta por escrito en obras de importante valor. En primer lugar, son primordiales sus cartas entre las que caben destacarse las que redactó en el tiempo del destierro –por ellas conocemos en parte sus sufrimientos– y otras tres más: una fue dirigida al emperador Constancio, otra tuvo como destinatarios a los presbíteros y pueblo de Italia, la tercera es la escrita al obispo español Gregorio de Elvira.

    En la catedral de Vercelli se conserva un manuscrito del Evangelio, perteneciente al siglo IV, cuya autoría se le atribuye, así como un Comentario a los Salmos en latín que parece ser traducción del de Eusebio de Cesarea. Ya en otro orden de cosas y jugando con posibilidades más o menos probables, se piensa por parte de los estudiosos que es Eusebio quien redacta el Símbolo Quicumque o atanasiano en igualdad de posibilidades –siempre según dicen los entendidos– con San Vicente de Lerin y San Hilario de Poitiers. Además, parece haber sido el autor de la Confessio de Trinitate, que es una extensa profesión de fe, escrita en la misma época.

    Hay ocasiones en las que la defensa de la fe pide al creyente la aceptación del sufrimiento, la pérdida de bienes materiales y hasta la entrega de la fama, de la honra y de la misma vida. En el caso de que ese creyente sea obispo, el cumplimiento del oficio de pastor o del ministerio episcopal conlleva la firme, decidida y generosa opción por el servicio a los fieles y a la defensa de la fe aun a costa del sufrimiento e incluso el martirio. Si no se ven las cosas de este modo, se corre el peligro de convertirse en mercenario.

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