Inicio Foros Formación cofrade Santoral 04/02/2012 San Andrés Corsini, Santa Juana y San Juan Brito

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    Santos: Andrés Corsino y Fileas, Remberto, Filo, Gilberto, Aventino, Abrahán, obispos; Dióscoro y Teodoro, Eutiquio, Aquilino, Gémino, Gelasio, Magno, Isidoro, José de Leonisa, Verónica, Modán, confesores; Juan Brito, Filoromo, Donato, mártires; Juana de Valois, reina; Teófilo, penitente.

    San Andrés Corsini.

    Modelo de obispo celoso, enérgico, fiel al papa de Avignon como el que más; tiernamente devoto de la Santísima Virgen y que supo mandar a paseo la gloria de los hombres a pesar de tenerla tan al alcance de la mano por pertenecer a una de las familias florentinas más importantes de su época, la de los Corsini, de la que salió el papa Clemente XII.

    Andrés nació en Florencia el 30 de noviembre de 1301. Su madre, Gemma, anduvo nerviosa por la tardanza de llegar aquel hijo tan deseado; estuvo a la espera por siete años estériles. Cuenta una tradición –no se sabe bien lo que tendrá de verdadero o de exageración piadosa– que llegó a ofrecerle a la Virgen el fruto de sus entrañas, si se lo daba; cuentan cosas sobre un extraño sueño donde veía que engendraba un lobo que se convertiría en cordero manso al entrar en la iglesia del Carmen.

    A los quince años, Andrés era un chico vehemente, vivo, brusco, y hasta violento en los deportes. Su fama, con ser tan joven, iba por los caminos de la mayor frivolidad: iracundo, derrochador, dado a los amoríos, jugador y apasionado por la caza. Un día le tocó enfrentarse con su madre; fue una discusión fuera de lo común, levantó la voz y aquello subió a un tono nada aceptable. La madre no pudo dominarse y refirió a Andrés el contenido del sueño que tuvo antes de que naciera, de sus esperanzas, anhelos y temores después del sueño.

    Nada más despertar Andrés al día siguiente, se fue a la iglesia carmelita a pedir, llorando, el hábito de la Orden, que recibiría formalmente en 1316. Aquel fanfarrón insolente se convirtió en un fervoroso y pacífico fraile, entregado de lleno a vivir el espíritu carmelitano y a pedir limosna por las casas para arrimar el hombro en la vida del convento. Parece que daba cumplimiento cabal al sueño de su madre.

    Estuvo estudiando tres años en París, aunque no consta que llegara a culminar con éxito los estudios, consiguiendo el grado de doctor. Llegó a ser prior de la iglesia del Carmen en Florencia y de la residencia aneja. Luego, desde el 1384, pasó a Provincial de Toscana entre los carmelitas.

    Llegó la peste negra e hizo estragos en Fiésole. Al quedar vacante la sede por la muerte del obispo, el cabildo de la catedral puso en él los ojos por su fama de santidad. No sirvió de mucho la negativa, ni que se escapara y escondiese; descubrieron su retiro en una cartuja y desde 1349 figura en el episcopologio.

    Como obispo lo hizo bien. Desarrolló una actividad extraordinaria intentando remediar la paupérrima situación de su territorio, machacado por las guerras y la peste; mostró una firmeza poco frecuente con los usureros y con los usurpadores de bienes eclesiásticos; persiguió sin contemplación a los simoníacos; lleno de comprensión y exigencia, prestó atención pastoral a los clérigos amancebados, y presentó cara a la difícil situación de los matrimonios clandestinos.

    El papa Urbano V lo nombró su legado en 1368 para Bolonia, encomendándole una difícil misión pacificadora en cuyo desempeño tuvo su sufrir temporalmente la caricia de la prisión.

    Se cuenta de él –con relatos imposibles de probar– que, en la Navidad de 1372, recibió la visita de la Virgen anunciándole su próxima muerte, ocurrida el 6 de enero de 1373.

    La gente comenzó a darle culto antes de la aprobación del papa. Contaban favores y milagros atribuidos a su intercesión; entre ellos –como es el caso de Santiago en Clavijo– estaba el favor que prestó, ya muerto, al papa Eugenio IV y a los florentinos en la batalla de Anghiari, cuando defendían el concilio ecuménico de Florencia contra las tropas del intruso Filipo Sforza; aseguran que lo vieron como un capitán valeroso conduciendo a la tropa y animándola con su intrépido valor. Así lo pintaron Leonardo y Miguel Ángel.

    Benedicto XIII publicó la bula de canonización en 1724.

    Santa Juana de Valois – Francia

    No por ser hija del rey de Francia iba a pasarlo muy bien en su vida; más bien se puede asegurar todo lo contrario. El conjunto de su existencia fue una mezcla de los sufrimientos más amargos a los que puede estar abocada una persona. Ni querida, ni rica, ni agasajada –como suele hacerse con los príncipes y princesas–, ni galanes, ni fiestas palaciegas. Más bien, todo lo contrario. Fue despreciada por su padre, el rey, por desencanto al esperar un hijo varón y nacerle una hembra. Peor asunto cuando se descubre que a su condición de mujer se añade la fealdad de rostro y, por si fuera poco, hay que añadir la incipiente cojera. «Una cosa así» hay que sacarla de la Corte de los Valois. Será el castillo de Linières su sitio para aprender a bordar. Allí pasará una vida monótona y solitaria sin volver a ver a su madre, Carlota de Saboya, desde los cinco años.

    Luis XI es, aunque Valois, un tirano, dueño de vidas y haciendas. Ha querido casar a su hija Juana con Luis de Orleans porque eso sí entra dentro de su juego y engranajes políticos. Ya lo tiene todo dispuesto. Los Orleans se niegan a emparentar con la fea, coja y jorobada maltrecha Juana; pero las amenazas de muerte por parte del enojadizo rey son cosa seria y el matrimonio de celebra el 8 de septiembre de 1476 en la capilla de Montrichard, aunque el novio ni hable ni mire a la novia. A partir de este acontecimiento, solo hay visitas del esposo a la malquerida mujer cuando lo manda el rey.

    El duque Luis de Orleans –el esposo de paja– es levantisco; da con sus huesos en la cárcel por rebeldía y la buena esposa despreciada intercede por él ante su hermano, el nuevo rey Carlos VIII. Inesperadamente sube al trono francés el duque de Orleans por la muerte repentina de Carlos. Ahora es el rey Luis XII y, precipitadamente, consigue la anulación del matrimonio.

    Ya Juana no es reina, solo duquesa de Berry. Retirada en Bourges, funda la Orden de la Anunciación que honre a la Virgen María, aprenda de ella las virtudes y se desvive por los pobres. Es el año 1504 cuando ella hace su propia profesión para morir en santidad el año 1505. La canonización solemne será en Pentecostés del 1950.

    Con añadido de matices y divergencias, uno piensa si la verdad de esta vida es susceptible de ser narrada como una real versión de «cenicienta». Hay reyes, príncipes y palacios; abundan los desprecios más que duraderos, notables y bien sufridos; el final es feliz en ambos, si bien el del cuento termina aquí mientras que el verdadero es más radiante; un hada madrina –con varita mágica– hizo un papel fugaz en tanto que la Virgen María prestó su ayuda eficaz.

    Su sepulcro de visita en la iglesia del Carmen de Florencia.

    No fue un lobo cubierto con piel de oveja para destrozar; fue un lobo convertido tajantemente en manso cordero para servir a la paz.

    San Juan Brito.

    Su curriculum podría resumirse así: Portugués, lisboeta, jesuita misionero en la India; mártir en Urgur, el 4 de febrero de 1693.

    La biografía de Juan la escribió su hermano Fernando. Lo presenta como nacido el 1 de marzo de 1647; hijo de Salvador Brito Pereira, que luego fue gobernador de Río de Janeiro y del Brasil. La noble familia servía a los duques de Braganza; Juan –débil de salud– era paje del infante D. Pedro. Entró en el noviciado de los jesuitas, estudiando en Évora y Coimbra; luego enseñó humanidades en el colegio de San Antonio en Lisboa. Vivió 46 años y su vida iluminó la segunda mitad del siglo XVII portugués.

    Quería ser misionero como Javier, pero su salud no le daba para mucho; siempre fue endeble, experto en pillar todas las enfermedades; tenía frecuentes vómitos de sangre y se veía claro que sus posibilidades físicas no le iban a permitir un ritmo de vida demasiado exigente. Marchó a la misión de Maduré, en la India, el 25 de marzo de 1673, con veintiséis años. Hizo escala en Goa porque debía terminar sus estudios teológicos. Conocedor de sus limitaciones en lo referente al cuerpo, aprovechó allí el tiempo preparándose tercamente con grandes privaciones y penitencias para sobrellevar con éxito las dificultades que preveía en la futura misión.

    En 1674 comenzó en Malabar, al sur de la India. Allí era como un huracán con los hindúes y brahamanes por Ginje, Tanjaor y Travancor; no le faltaron persecuciones con tormentos que se mezclaron con la alegría de ver convertidos y bautizados a miles de infieles.

    Fue todo un avanzado de la inculturación. Adoptó las formas de vestir orientales para hacerse más próximo a los nativos, vistió con túnica de cuero roja y amarilla como un saniasi, y usó el estilo de los ascetas de la India llevando consigo a todas partes la piel de tigre para sentarse y dormir; aprendió la lengua nativa que hablaba con desparpajo en la predicación y en sus discusiones o cambios de impresiones con los santones indios. Pero los medios empleados –en este terreno no había nada que inventar– para cumplir su misión evangelizadora serían los de siempre, la oración y la penitencia. La mayoría de los innumerables caminos indios para evangelizar y bautizar los hizo incansablemente a pie.

    Volvió al viejo continente en 1687 en busca de misioneros y de dinero, que todo hace falta; aprovechó entonces para dar cuenta de la marcha de las misiones. Luego regresó a Malabar.

    Su última carta, la que escribió en la prisión la víspera de su muerte con carbón que tuvo la paciencia de machacar, decía: «Adiós, buen amigo Fevereiro –era el día 3 de febrero de 1693–. Sirva esta para todos los reverendos padres. Este año bauticé a cuatro mil».

    Lo mataron en Urgur, después de haber contemplado demasiados incendios y saqueos.

    ¿Que cómo fue? Los jefes nativos decidieron acabar con él para que no siguiera predicando el Evangelio; no estaban de acuerdo en ver que la gente se fuera encandilada detrás de aquel Jesús muerto en la cruz que les enseñaba Juan, el extranjero que hablaba su lengua y vivía como ellos. Fue junto al río Pamparru. Afilaron las cuchillas mientras él rezaba, lo sentaron y le ataron los pies, le cortaron la cabeza, luego cortaron los brazos y los pies; todos los pedazos los ataron a un palo que levantaron en alto en la orilla del río. A los ocho días ya no quedaba rastro de él; las fieras…

    Todo acabó en canonización el 22 de junio de 1947.

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