Inicio Foros Formación cofrade Santoral 07/02/2012 San Teodoro de Heraclea y San Pío IX

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    Santos: Aido, Amandino, Amolvino, Drausio, Maelán, Critán y Lonán, Aprión y Fintán, Romualdo, confesores; Crisolio, Sergio, Teodoro de Heraclea, Adauco (Adaucto), mártires; Angulo, Lorenzo, Paternino, Moisés, Claudio Apolinar, Máximo, Crisol, Fidel, obispos; Juan da Triosa, sacerdote mártir de China; Ricardo, rey; Juliana, viuda; Lucas el Joven, anacoreta; Pío IX, papa (beato).

    San Teodoro de Heraclea.

    Uno de los mártires orientales provenientes del mundo de la milicia. Fue capitán de soldados. Hizo honor a su nombre –Teodoro es Adorador de Dios– con el testimonio de su sangre derramada. Ejerce el mando en tiempos del emperador Licinio. Murió mártir, en Heraclea, por el año 319, defendiendo la fe y sabiendo anteponer a su lealtad de soldado la preeminencia de obedecer a Dios.

    El resto es otro cantar. Muchos consideran los relatos como producto de la fábula que se hace en torno a su persona y a su entrega; puede que tengan razón. Siendo sinceros, también yo encuentro dificultades para aceptar el relato tal cual me lo entrega el tiempo sin pasarlo por la criba de la historia que lo purifique. Muy probablemente hay elementos del relato bordados en el telar de la leyenda.

    Porque dicen que pasaba su valiente vida librando las tierras de alimañas, monstruos y dragones. Y donde se resalta su condición de hombre de fe es en una de las caminatas que hacía el emperador visitando el imperio, revisando sus fuerzas militares y comprobando el estado de las posiciones. En esta ocasión, lleva consigo todas las imágenes idolátricas de los dioses romanos. Son ricas y minuciosamente trabajadas por los artistas palatinos. Quiere donarlas a sus tropas para que le sirvan de protección en las campañas.

    El capitán Teodoro hace los honores del recibimiento. Luego, de modo ingenuo y servicial, pide permiso al emperador para que las estatuas de los dioses paganos sean depositadas en las dependencias de su casa con el pretexto de custodiarlas y perfumarlas. Así –asegura con pillería– estarán más vistosas a la hora de ser presentadas al gran público. Y lo más ocurrente que resuelve es destruir las imágenes de los dioses falsos, obtener el oro que las recubre y posteriormente donarlo a los pobres para que remedien sus miserias.

    ¡Claro que con su actuación alegre y decidida da un testimonio de dónde tiene puestos sus valores y de en quién tiene depositada su fe! Pero le valió el martirio por degüello precedido de incontables tormentos que ya están previstos en los relatos de las actas martiriales tardías. Sí, se habla de sus muchas heridas sanadas por ángeles y de conversiones multitudinarias de testigos presenciales al comprobar su firmeza hasta el último momento de su muerte.

    En el cielo nos encontraremos con Teodoro, el capitán de Heraclea y, si lo cree oportuno, nos contará la verdad de lo que pasó. No deja por ello de animar nuestra existencia conocer lo que los ancestros dijeron de este intrépido santo soldado pícaro, queriendo personificar en él que la fe no está reñida con el sentido práctico y que la valentía profesional debe acompañar a la fortaleza que da la entrega a Dios.

    San Pío IX.

    Beatificado junto con el papa Juan XXIII el día 3 de setiembre del 2000. Los dos papas convocantes de los últimos concilios ecuménicos –Vaticano I y II– subieron a los altares junto con el sacerdote Guillermo José Chaminade, el abad Columba Marmión y el arzobispo de Génova Tomasso Reggio.

    Juan XXIII, su colega de ministerio y beatificación, lo calificó como «el papa más amado y el más odiado por sus contemporáneos». Bien hubiera deseado beatificarlo al final del Concilio Vaticano II, juzgando que su antecesor tenía la obligación de «defender los Estados Pontificios, éste pequeño territorio, necesario para asegurar la libertad de la Iglesia», pero la muerte en 1963 se lo impidió.

    Pío IX fue hijo de una familia noble de Senigallia, cerca de Ancona. Se llamaba Giovanni Mastai Ferretti.

    A la muerte de Gregorio XVI fue elegido para ocupar la Sede de Pedro el 16 de junio de 1846.

    A Pío IX le tocó vivir el terrible trauma de la pérdida de los Estados Pontificios –situación calificada por Juan Pablo II como «vicisitud humana y religiosa»– para cederlos a la nueva Italia.

    Desde 1848 a 1878, la sede de Pedro atravesó momentos muy difíciles como la caída de Roma ante las fuerzas de Víctor Manuel II, que completaban la unidad de Italia y ponían fin a mil años de poder temporal de los papas.

    Durante más de un siglo, el último papa-rey desempeñó el papel de «malo» en la leyenda laicista sobre la unidad de Italia, un objetivo al que Pío IX no se oponía sino que apoyaba explícitamente. Su preocupación era mantener un pequeño territorio que permitiese asegurar la independencia de la Iglesia. Baste pensar que Napoleón había deportado tanto a Pío VI como a Pío VII, y que en el siglo XIX el peligro de sojuzgamiento por el poder político era muy alto.

    Los treinta y dos años de pontificado –el más largo en la historia de los papas– fueron años muy fecundos para la Iglesia; en ellos se produjo una formidable expansión misionera y un admirable florecimiento de nuevas familias religiosas.

    Convocó con la bula Aeterni Patris el Concilio Vaticano I, a los 324 años de haber sido convocado el anterior –el de Trento– por Paulo III, en 1545. Esta Asamblea General tuvo que ser interrumpida por la ocupación de Roma por los ejércitos de Víctor Manuel II, el 20 de octubre de 1870. por falta de libertad y seguridad en aquellas circunstancias, no sin antes haber definido la infalibilidad del Romano Pontífice cuando habla ex cátedra con la constitución dogmática Pastor Aeternus.

    Restableció después de siete siglos el Patriarcado latino de Jerusalén, a cuya tarea asoció la Orden del Santo Sepulcro.

    Estableció el dogma de la Inmaculada Concepción –8 de diciembre del 1854, con la bula Ineffabilis Deus–, después de consultar a todos los obispos del mundo y obtener el «sí» de la práctica totalidad de los sucesores de los Apóstoles.

    Instauró la festividad de San José, nombrándolo Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870.

    Se preocupó seriamente de la formación de un clero mejor preparado, más celoso.

    Intervino en la formación de un laicado más responsable a través de la Acción Católica.

    Luchó en pro de la unidad de los cristianos, procurando una significativa apertura a Oriente.

    Brilló, sobre todo, por la reciedumbre de espíritu y la mansedumbre, por la caridad, llevada a todos los niveles de la vida personal y social, como fruto genuino de la verdadera fe inquebrantable en Cristo y en su Iglesia, que estaba tan afligida por las ideologías dominantes en aquel momento como el racionalismo –condenado en el apéndice de la encíclica Quanta Cura llamado Syllabus–, los nacionalismos exacerbados, la masonería internacional, el anticlericalismo, las sectas ya pululantes en la mentalidad moderna, y por la explosión de la ‘cuestión social’. Su condena pertinaz a los desmanes, y la oposición a la manera en que se impuso la unidad italiana le granjearon muchos enemigos.

    Murió el 7 de febrero de 1878.

    Sus restos incorruptos se encuentran en el cementerio de la basílica de San Lorenzo Extramuros, a solo unos metros de la del famoso diácono, mártir en la parrilla.

    Menos mal que los temores de Pío IX al perder la condición de mandatario temporal no se han cumplido: Contrariamente a lo que se pensaba en 1870, Italia ha respetado siempre la independencia del Vaticano, y el Papa solo ha sido prisionero durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Sus miedos han servido justo para que la Iglesia no tenga necesidad de entretenerse en la administración de asuntos temporales y mire –más, mejor, y sin cargas inútiles– a la predicación del Evangelio y a la asistencia espiritual de los hombres, que es lo que definitivamente contribuye a elevar el nivel del mundo; aunque su larga pelea le haya supuesto pasar como «ogro caricaturizado» para aquellos santones del pensamiento laicista antirreligioso –mejor, anticatólico– que por siempre denigran a la Iglesia. Allá ellos, y los que les pagan.

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