Inicio › Foros › Formación cofrade › Santoral › 13/05/2012 Nuestra Sra. de Fátima, San Pedro, San A. Huberto
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14 mayo, 2012 a las 8:09 #7740
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InactivoNuestra Señora del Rosario de Fátima.Santos: Juan Silenciero, Pedro Regalado, Mucio, Sergio, Valeriano, Alberto de Ogna, confesores; Onésimo, Natalio, Flavio, Servacio o Gervasio, Marcelino, obispos; Gliceria, Agripa, Dominga, Argéntea, Eutimio, Juan, mártires; Pedro Nolasco, Andrés Huberto Fournet, fundadores; Inés, abadesa; Dióscola, virgen.Nuestra Señora de Fátima.Es una advocación de la Virgen Santísima a la que está ligado de una manera inseparable el «secreto», y a este, notables influencias en acontecimientos ideológicos, morales, políticos, sociológicos y espirituales del hombre a lo largo del siglo XX.
Todo comenzó en una aldea de Portugal, concretamente en el municipio de Vila Nova de Ourém, dentro de la diócesis de Leiria. Los protagonistas de esta historia fueron tres pastorcillos: Lucía dos Santos –de diez años– y sus dos primos, Francisco Marto y Jacinta, algo menores que ella. Por tres veces, a lo largo del año 1916, tuvieron apariciones de un ángel en la colina del Cabeço y en el huerto de Lucía. Pero, dentro de lo extraordinario, si todo hubiera quedado en esto, no habría estado el mundo pendiente de Fátima ni de lo que dijeran o hicieran aquellos niños pastores. Lo realmente llamativo –un verdadero trallazo para la nación portuguesa y a través de ella para el mundo– fueron las seis apariciones de la Virgen Santísima desde el 13 de mayo hasta el 13 de octubre del año 1917.
El 13 de mayo, los tres niños pastoreaban los rebaños de sus padres a unos dos kilómetros de Aljustrel, en el lugar llamado Cova de Iria. El sol está en su cenit, es medio día. De repente se vieron sorprendidos y deslumbrados por una explosión de luz; piensan que es un relámpago y, en previsión de una próxima tormenta, se disponen a reunir al rebaño, pero una nueva explosión luminosa les detiene. A la derecha, sobre una encina, en el centro de una gran aureola que también les envuelve a ellos, ven a una señora muy bella y más brillante que el sol. Les promete que no les hará daño, responde a algunas preguntas de Lucía, les revela algunos secretos y les pide su presencia todos los días 13 hasta octubre con la promesa de revelarles quién es ella, qué quiere de ellos y qué espera de los tres. Solo ha hablado Lucía, Jacinta ha visto y escuchado, Francisco solo vio.
El día 13 de octubre hay sesenta mil personas en el mismo lugar. Llueve torrencialmente, pero todos aguantan y ni los enfermos se van de aquel lodazal. Acompañando a los niños, se reza el rosario, se pide perdón, se suplican favores y todos esperan anhelantes. En esta aparición dirá la bella señora que es «La Señora del Rosario», y lo que pide es un cambio de vida para no ofender más con pecados a su Divino Hijo; ruega que se rece el rosario y que se haga penitencia; promete el fin de la guerra si los hombres se convierten. También el signo prometido llegó. A la voz de Lucía «Miren el sol», se apartaron las nubes, apareció el sol, se secó al instante lo mojado, el disco luminoso comenzó a girar vertiginosamente sobre sí mismo lanzando haces de luz en todas direcciones, mudando el color y el tono; el firmamento, los árboles, las rocas y la masa de gente presente aparecen varias veces teñidos de rojo, de verde, de amarillo, de azul o de violeta en un fenómeno que duró de dos a tres minutos. El sol se detiene para comenzar de nuevo su danza luminosa más intensa y deslumbrante con mayor movimiento y colorido. Y así, varias veces se repitió el espectacular e inaudito movimiento solar por espacio de unos diez minutos.
Entre mayo y octubre, la Señora pidió a los tres pastorcillos el rezo del rosario, frecuentes mortificaciones por los muchos pecados de los hombres que ofenden tanto a Dios, y para lograr la conversión de los pecadores. Les afirmó la pronta muerte de Francisco y de Jacinta –Lucía se quedaría algún tiempo más para ser el instrumento que difundiera en el mundo la devoción a su Inmaculado Corazón–. Aprendieron de la Señora la jaculatoria: «Jesús, perdónanos; líbranos del fuego del infierno; lleva a todas las almas al Cielo, principalmente a los que más lo necesitan» para recitarla siempre detrás del Gloria. Y por la Señora también conocieron el «secreto» que a nadie debían decir.
El Portugal de la época, incrédulo y perseguidor de la religión, se sintió zarandeado por tres niños que, sin sabiduría ni fuerza, iban arrastrando cada día 13 a cientos y luego miles de personas que rezaban, se arrepentían, pedían por los pecadores, y miraban sin ver sobre el carrasco en donde los videntes hablaban, escuchaban y veían a la Señora. Las numerosas curaciones milagrosas contribuyeron a que Cova de Iria fuera el comienzo de un reflorecimiento mariano que llevaba al mayor milagro: a una transformación religiosa y moral de la nación portuguesa.
El obispo José Alves Correia de Silva decidió autorizar el culto a Nuestra Señora de Fátima en el año 1930. En 1946 coronó solemnemente la imagen de la Virgen el cardenal Masela. Fátima recibió el 13 de octubre del año 1951 a un millón de peregrinos para la clausura del Año Santo. El papa Pablo VI peregrinó a Fátima el 13 de mayo de 1967. Otro 13 de mayo, el del año 2000, celebrando la Iglesia universal el Gran Jubileo del comienzo del Tercer Milenio de la Redención, han sido beatificados en Fátima por el papa Juan Pablo II los dos pastorcillos, Francisco y Jacinta, estando presente la tercera de las videntes, Lucía, aún viva y con buen humor.
¿El «secreto»? Ah, sí. Lo puso por escrito Lucía con permiso del Cielo y por pura obediencia. Hablaba de la visión que tuvieron del infierno, de la futura guerra mundial, de la conversión de Rusia –los pastorcillos pensaban entonces que esta debía ser una señora muy mala–, de una multitud de mártires cristianos, de la masacre de muchos sacerdotes y obispos, y hasta de un «obispo vestido de blanco» que caía ensangrentado por odio a la fe.
¿Sabes que el «muro de Berlín» –bastión emblemático de la cultura atea– se derrumbó solo a pocos meses de que el Papa polaco consagrara a la Iglesia y al mundo al Inmaculado Corazón de María en Czestochowa, después de haber recabado el consentimiento al episcopado católico?
¿Sabes que la Virgen de Fátima tiene en su corona –fue un agradecido regalo papal– la bala que estuvo a punto de matar a Juan Pablo II en el intento de asesinato del año 1981 en la Plaza de San Pedro?
¿Sabes que el mensaje central de Fátima –conversión, rosario, penitencia por los pecados, conversión de los pecadores– conserva toda su fuerza y vigor?
San Pedro Regalado.«Pisad despacio, que debajo de estas losas descansan los huesos de un santo», decía Isabel la Católica a las damas de su séquito aquel día veraniego del 1493, cuando visitaba el convento de la Aguilera. Se refería a la tumba que guardaba los restos de Pedro Regalado, fraile franciscano, pobre y humilde que había muerto aún no hacía cuarenta años. Antes que la reina, había estado allí mismo el cardenal Cisneros en las postrimerías de la vida del santo. Luego vendrían también el emperador Carlos –el que decía que, al salir de Aranda hacia La Aguilera, debía ir el visitante con la cabeza descubierta–, don Juan de Austria, Felipe II y tantos obispos, nuncios y legados papales. Eran tiempos dorados; se habían unido las dos Castillas, se había descubierto el nuevo mundo, se reconquistó Granada y se había echado a los moros de España.
Nació Pedro en Valladolid, en el año 1390. A los trece años –bien joven– entró en el convento de los franciscanos de la ciudad que entonces era Corte. Cuando tiene quince se hace compañero inseparable del anciano y enjuto Pedro Villacreces –antiguo profesor de Salamanca, franciscano andante por Guadalajara– que tiene sueños de reforma y ha obtenido permiso del obispo de Osma para fundar por tierras burgalesas, en La Aguilera. Desde esa época serán maestro y discípulo, dos frailes con verdaderos deseos de santidad; el mayor pondrá al joven en la órbita de la más pura observancia franciscana.
Para la Iglesia no andan muy bien las cosas. Los reductos de los monjes no son modelo ni de observancia ni de casi nada. Las consecuencias del Cisma de Occidente se hicieron notar en la clerecía alta y baja. La peste negra dejó también tambaleando los monasterios que abrieron sus puertas para reponer números –que no vocaciones– a gente no preparada. Reforma, lo que es reforma, sí se necesitaba. Y allá van los dos Pedros dispuestos a dar entre los monjes la batalla franciscana. Desde muy pronto se les juntan en La Aguilera jóvenes que quieren dar su vida y el maestro Pedro Villacreces puede formarlos desde los cimientos, sin las malformaciones y tibiezas de otros frailes mayores que tuvieran adheridas pesadas taras. Fray Pedro Regalado fue recorriendo en once años todos los cargos propios de un convento pobre: limosnero, sacristán, cocinero y encargado de dar limosna a los pobres que llaman a la puerta.
Villacreces va de nuevo a Valladolid, funda en El Abrojo, y ahora es Pedro Regalado el maestro de novicios. Madura en todas las virtudes: tiempo de oración y mucha penitencia, cumplimiento estricto, por amor, de toda la Regla; predica en los pueblos de alrededor con sencillez y persuasión propiciando conversiones numerosas y la gente ya habla de su ejemplar presencia, y hasta de milagros.
En el 1422, los religiosos de La Aguilera y El Abrojo eligen a Regalado prelado o vicario, cuando muere Villacreces. La reforma se va extendiendo con nuevas fundaciones hasta llegar a ser conocidas como «las siete de la fama» donde se respetan doce horas de oración diarias repartidas entre el día y la noche, trabajos en el campo para ayudar a los agricultores y obtener limosnas, prohibición absoluta de almacenar provisiones, celdas pobres para dormir, silencio casi continuo y nada de dinero por misas o celebraciones litúrgicas. Pasa el tiempo de un convento a otro distinguiéndose por la discreción de espíritus y por la predicación elocuente con ciencia aprendida más en la oración que en los libros. La Aguilera le proporciona el mejor de los retiros y la mejor contemplación para los últimos años de su vida. No abandona la penitencia habitual, pero añade ayuno diario, disciplinas que mortifican la carne, y tres pilares donde basa con toda intensidad su fuerza: amor a la Eucaristía, devoción ternísima a la Santísima Virgen y recuerdo de la Pasión.
¿Algo llamativo?
Cuentan que más de una noche se le podía ver por el cerro del Águila, próximo al retiro, siguiendo los pasos de la Pasión del Señor con una soga al cuello, cruz de madera pesada en los hombros y una corona de espinas en su frente.
También se conoce un hecho milagroso de su vida recogido en el proceso de canonización y que ofrece los elementos iconográficos de Pedro Regalado. En la madrugada del 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, está el fraile Pedro rezando maitines en el convento de El Abrojo; siente añoranza por honrar a María en el convento de La Aguilera consagrado por él a la Virgen bajo esa advocación; los ángeles lo transportan por los aires en los ochenta kilómetros que separan las casas y lo devuelven de nuevo a El Abrojo, cumplido su deseo.
El sencillo y santo patrono de Valladolid, el Poverello de Castilla, murió con fama de taumaturgo en 1456.
San Andres Huberto Fournet.Es uno de los clérigos que sufrió con la Revolución francesa del 1789, aprendió a vivir oculto y en clandestinidad, ejerció el ministerio con peligro cierto de su vida, resistió a la presión de las autoridades francesas, proclives a la Iglesia Nacional, evitando la complicidad en el cisma y luego empleó todas sus fuerzas en la organización de la iglesia francesa, terminado el vendaval.
Nació en Saint Pierre de Maillé, en el Poitou, el año 1752, en el seno de una buena y tradicional familia cristiana. A los diecisiete años entra en el mundo clerical, con la tonsura o corte público y oficial del cabello. Si bien el rito litúrgico significa el abandono de los cuidados mundanos para dedicar la vida enteramente a Dios, en el caso presente no era más que un aceptado modo de abrirse camino en la vida como clérigo con un pingüe beneficio; su tonsura fue el precio de la prebenda de la capilla de San Francisco en la iglesia de Bonnes; por eso, las esperanzas normales que daba su gesto de entrega eran las previstas para un cura normal tendiendo a la baja, esto es, a la ligereza y frivolidad imperantes.
Estudió filosofía, derecho y hasta tuvo sus escarceos en la vida militar. Tomó la decisión seria de entrar en el seminario. Se ordenó sacerdote y fue un buen cumplidor de su ministerio al lado de su tío, en Haims, como vicario; de allí pasó a Saint-Phêl de Maillé y llegó a párroco de San Pedro. Le iba tomando gusto al trabajo sacerdotal; se mostró cordial en el trato con la gente sencilla, labriegos y artesanos en su mayor parte, y hasta llegó a ser una persona querida y respetada como buen cumplidor de su ministerio.
Dios se le iba haciendo próximo buscando más en él por el camino del desprendimiento. Un buen día, estando a la mesa, llama un famélico pidiendo limosna. «No tengo dinero». «Pero su mesa está llena», le dice el pordiosero. Ahora el planteamiento es nuevo porque ha aceptado el envite de la austeridad que se nota en su casa y se refleja en la predicación. Pero el hecho clave y revulsivo para su vida, haciéndole despertar del sopor, fue la Revolución. Se persigue a la Iglesia, los sacerdotes que se resisten a aceptar la Constitución civil del clero y a prestar juramento cismático son metidos en prisión, paso previo a la guillotina.
Como tantos otros hicieron en esas circunstancias, Hubert se oculta y varias veces salvó milagrosamente la vida gracias a la ayuda prestada por los feligreses. Huye a Burdeos y, por San Juan de Luz, pasa a España, reside en San Sebastián y luego en Los Arcos –pequeña población navarra– por decreto de Carlos IV. Regresa a su tierra cuando asume el poder el Directorio, pero aún sigue siendo delito evangelizar y administrar algunos sacramentos.
En el caos, comienza a utilizar un hórreo que le sirve de parroquia para atender a los fieles que se le acercan con peligro de sus vidas; pero son tantos los que piden consuelo, confesión y consejo que han de pedir turno y esperar horas para una breve entrevista. Y eso fue lo que le pasó a la compatriota Isabel Bichier des Ages que hubo de esperar ocho horas para verlo. Ella es persona recta, sin padres, soltera y se educó con los niveles anteriores a la Revolución. La considera toda una promesa para el futuro, cuando haya que poner en el edificio cada una de las piedras que están ahora fuera de sitio.
Al llegar el Concordato entre Francia y Roma, todo está patas arriba, el mal es universal; falta organización para atender a las muchas necesidades; los niños crecen sin formación, los viejos y enfermos se mueren faltos de cuidados y sin sacramentos. Hace falta misionar y predicar la doctrina a la buena gente que quiere oírla, para acudir a los sacramentos y buscar la santidad.
Andrés se entrega a esta tarea en Poitou, como lo hace Guillermo Cheminade en Burdeos, y otros más por toda Francia. Después del huracán de la Revolución ha llegado el momento de reconstruir con ánimo, paciencia y mucha gracia de Dios. Para muchos, es la ocasión de salir del sopor y despabilar la pereza. L´abbé Hubert llama a Isabel Bichier des Ages, conocida de sus tiempos de clandestinidad, para que le ayude en la tarea de formar a la juventud femenina comenzada en la parroquia de Béthines. Forman un grupo, cada vez más compacto y numeroso, al que Andrés da atención espiritual y que termina ampliando el campo de su actividad formativa de mujeres con la atención a pobres, ancianos y enfermos. Andrés Hubert Fournet e Isabel Bichier des Ages estudian, escriben y retocan unos estatutos que fueron aprobados por el obispo de Poitiers. Nacen las Hijas de la Cruz. El grupo inicial solo fue la levadura; llegan más y más hasta hacer forzoso el traslado, por buscar mejor espacio, a La Puye, en 1820, que será la casa madre y el centro de formación, expansión y coordinación de toda la actividad.
Como sabe que los sacerdotes son pieza clave para preparar, continuar y consolidar la acción apostólica en un trabajo constante, se dedica a ellos y hasta consigue que algunos se incorporen a su labor; claro está que esto lo hace sin abandonar el trabajo primordial de atender espiritualmente a las Hijas de la Cruz, prestando atención a los primeros vahídos del recién nacido instituto.
Murió pacíficamente en el año 1834, el día 13 de mayo. Fue el sacerdote fiel que demostró el amor que tenía a Dios reflejándolo en el inicio de una labor volcada en mostrarlo a los hombres.
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