Inicio Foros Formación cofrade Santoral 22/01/2012 San Vicente y San Guillermo José Chaminade

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    Santos: Vicente, diácono y mártir; Anastasio, monje; Vicente, Oroncio y Víctor, mártires; Gaudencio, Blidrán, Gualterio, Britwaldo, Solemnio, obispos; Antíoco, Blesila y Domingo, confesores; Agatón, Domino, abades; Bresila, viuda; Guillermo José Chaminade, presbítero y fundador.

    San Vicente

    Se acabó la buena racha. La culpa la tuvieron Maximiano y Diocleciano en el comienzo del siglo IV.

    La orden imperial del año 303 mandaba arrasar las iglesias o templos cristianos en todo el imperio y quemar todos los libros referentes a aquella superstición; a los que se habían hecho cristianos y pertenecían a las clases ilustres se les tacharía de infamia y los plebeyos perderían su libertad por el mismo motivo. Seguido vino otro edicto bastante peor: los jefes cristianos irían a la cárcel y serían obligados a sacrificar a los dioses sin reparar en medios para conseguirlo; el criterio lo pondría la voluntad del magistrado que podía incluir la tortura y la muerte. Y lo peor de todo es que no había escapatoria; estaba bien pensado y se ataron todos los extremos: Todos deben estar presentes en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora para ofrecer el sacrificio mandado.

    Aquella disposición era severa e injusta, pero muy eficaz para los planes de purga de los cristianos. Maximiano urge a su prefecto Daciano el cumplimiento de la orden en España donde se conocía la existencia de una comunidad floreciente. ¡Y a fe que lo consiguió! Dos años fueron suficientes para que en adelante quedara su nombre como sinónimo de fanatismo y crueldad.

    Las Actas que conservan y cuentan el martirio de Vicente son tardías. Concuerdan en lo sustancial con las afirmaciones que canta Aurelio Prudencio y con los panegíricos de san Agustín, pero se nota en ellas la fórmula estereotipada consabida a la que estamos acostumbrados. Cuando se escribieron ya había relato legendario.

    ¿Vicente? Se le supone hijo de cristianos, de familia acomodada, dispuesto siempre a echar una mano en lo que hace falta, de buenas costumbres y piadoso. Valerio es obispo de Zaragoza, pero es muy anciano y ya casi no puede hablar por sus años, elige a Vicente como colaborador y lo ordenó de diácono, encargándole del ministerio de la palabra. El diácono Vicente debía hacerlo muy bien, porque se hizo popular.

    Llegaron las denuncias y los encarcelamientos del obispo y del diácono. Quizá el temor a un tumulto popular hizo que los trasladaran a Valencia para juzgarlos.

    El anciano obispo, agotado y torpe de lengua, no logra explicarse a satisfacción y gusto del prefecto; Vicente toma el relevo en nombre de los dos y es terriblemente explícito y tajante: «No creemos en vuestros dioses y no les sacrificaremos. Hay un solo Dios, somos sus siervos y sus testigos». Al obispo lo mandaron al destierro y a Vicente, a los tormentos. Se mostraba obstinado negándose a entregarles los libros sagrados que estaban bajo su custodia, pero la tortura era un medio ordinario para hacer cambiar de opinión a la gente. Potro, garfios, tenazas, fuego se emplearon en el diácono por negarse a sacrificar y a entregar los libros al prefecto. Prepararon unas parrillas que estaban rojas por el fuego y allí pusieron a Vicente que no se movía a pesar del sufrimiento porque la ayuda del cielo venía no a quitárselo, sino a hacerlo llevadero. Los verdugos interpretaron el hecho como obstinación y empecinamiento, y el resultado –con vida– como producto de la magia y encantamiento. ¿Qué iban a hacer con aquel hombre tan estropeado? Lo metieron en una mazmorra que Prudencio describe con detalles como si lo hubiera visto y examinado: al fondo de los calabozos, en una cueva, en el espacio que forman dos vigas cruzadas, donde jamás entró un rayo de sol. ¿Lo vio o lo imaginó?

    Hubo un prodigio de luz en la noche silenciosa, una siembra de flores alfombró el pavimento, apareció en un lecho mullido y vinieron ángeles cantores. Así murió.

    Y siguen diciendo que el carcelero se convirtió ante el maravilloso portento y que un grupo de cristianos comenzó a rendirle homenaje.

    Los artistas medievales fueron pintándole con atributos diversos según la parte legendaria que les llegaba. Algunos lo muestran con un cuervo presente –la razón era porque aseguraban que este animal defendió su cuerpo expuesto de la voracidad de otras aves–; alguien lo pintó con la piedra que le ataron al cuello cuando tiraron el cuerpo muerto de Vicente al mar que al poco tiempo lo devolvió milagrosamente a la orilla.

    En el aniversario de su muerte testimonial se hacían panegíricos; san Agustín leía las actas en la iglesia africana; el papa León Magno, en Roma; san Ambrosio, en Milán. El español san Isidoro no se olvidó de elogiarlo en su fiesta, ni san Bernardo.

    Tres basílicas hubo en la Roma medieval con su nombre. Y el afán de poseer alguna de sus reliquias era un asunto tan serio que bien podía ser casi motivo de guerra por ser el índice y condición para que un estado fuera tenido en cuenta; las guardan varias ciudades de España, Portugal y Francia a donde dicen que las llevó el rey Childeberto, en el siglo VI, y las repartió entre París, Metz, Chartres y Besançon. Naturalmente, cada una de ellas con curiosas leyendas.

    Purgando, purgando, nos queda el lejano hecho de un diácono hispano, cuando se asentaba en la piel de toro la fe, truncado en su servicio cristiano con el martirio. Asienta bien entre los creyentes la necesidad de ser fiel a Jesucristo hasta la muerte, y ante los paganos ratifica con su entrega lo tantas veces enseñado: la vida aquí es paso, lo que cuenta es servir a Dios y por él a los hermanos, ganar la eterna es lo importante, aunque se haya de pasar mal rato.

    Vale la pena el panegírico con bombo y platillo, si el pregonero consigue espabilar al oyente hasta el punto de decidirlo a imitar a Vicente con claridad y sin componendas, cuando esa conducta sea postulada por la lealtad a Dios y necesaria para no apearse de la verdad en bien de todos. Eso que siempre escasea tanto.

    San Guillermo José Chaminade

    Guillermo José Chaminade vivió durante la Revolución francesa, ejerció su ministerio a la sombra de la guillotina, y realizó una inmensa labor evangelizadora y social después de ella.

    Nació el 8 de abril de 1761 en Périgueux (Francia), en el seno de una familia numerosa formada por Blas, comerciante de paños, y Catalina. Lo bautizaron el mismo día de su nacimiento. Fue el benjamín de seis hermanos vivos: Juan Bautista, Blas, Francisco, Luis y Lucrecia.

    Su hermano mayor, Juan Bautista, es jesuita; la supresión de la Compañía de Jesús en 1762 lo hizo pasar al clero secular y trabajar en el colegio San Carlos de Moudissan. Con su ayuda hizo Guillermo-José los estudios de Teología y comenzó a ejercer el ministerio sacerdotal, aunque se desconoce la fecha de su ordenación, que debió estar en torno al 1785.

    En la época del Terror, Guillermo José reside en Burdeos, donde se instaló la guillotina de modo permanente por espacio de 10 meses.

    La toma de la Bastilla del 14 de julio de 1789 dejaba adivinar sombrías peripecias. Al año siguiente, muerto ya Juan Bautista, la Asamblea Nacional aprobó la Constitución Civil del Clero que debían jurar todos los sacerdotes, convirtiéndose de ese modo en cismáticos separados de la obediencia a Roma o quedarse como ‘refractarios’ y ‘no-juramentados’ clandestinos que eran clientes seguros del verdugo de la guillotina al descubrirlos. Chaminade fue uno de ellos. Se disfrazó de calderero en Burdeos –allí no era muy conocido y alquiló una casa a nombre de sus padres–; recorría las calles como un baratijero ambulante para confesar, casar, celebrar la Eucaristía, y dar los sacramentos cuando un niño, como jugando, le dice al oído en qué casa debe entrar porque se le necesita. También daba ánimos a un círculo de cuarenta sacerdotes que vivían de modo semejante a la sombra de la guillotina.

    Cuando cayó el sanguinario Robespierre, el Directorio de 1795 abrió la mano; pero lo desterró poniéndolo en la frontera con España. En la hospitalaria Zaragoza fue bien recibido el 11 de octubre, víspera de la fiesta del Pilar, pero allí no había puesto eclesiástico, había que rezar, atender a la propia supervivencia y esperar tiempos mejores a los pies de la Virgen que le hizo madurar su vocación desde el 1797 al 1800. Allí fue donde ‘vio’ lo que tenía que hacer a su vuelta a Francia con 39 años. La Virgen María es luz omnipresente en la vida de Chaminade; él mismo dirá: «Hace tiempo que no vivo ni respiro nada más que por el amor de María y para acrecentar su honor y su gloria».

    Encontró a los cristianos franceses acobardados y alicaídos; las iglesias, devastadas y desiertas. El día 2 de febrero de 1801 funda la Congregación de la Inmaculada para jóvenes a los que anima a vivir el bautismo con todas las consecuencias y a la que se incorpora quien está dispuesto a consagrarse al culto de la Inmaculada Concepción, como madre de la juventud, para recristianizar la sociedad. Es toda una milicia; llegan de todas partes, se multiplican sin saber cómo, a no ser que hicieran caso a la norma apostólica práctica del fundador: «Cada uno otro más». Al año ya son cien jóvenes castos en el siglo más pervertido; cuando Napoleón invade España en el 1808, cuenta con 300 chicos, 250 chicas y numerosos padres y madres de familia, a pesar de que las campañas guerreras por toda Europa habían ido diezmando a un gran número de ellos. Los chicos de Burdeos no dan abasto para cubrir las necesidades: para las gentes analfabetas que vienen de los campos sin perspectiva laboral hay que abrir escuelas de oficios y colocación; montan clases de religión para los más ignorantes; organizan bibliotecas ambulantes sanas para combatir las lecturas infames que traen basura. De ellos van a salir un centenar de religiosos, religiosas, sacerdotes y seis obispos: son las Fraternidades y Comunidades laicas Marianistas.

    Las colaboradoras también llegaron para lo que Dios quería. La robusta Teresa Carlota de Lamourous, de Le Pian, se hará cargo de La Misericordia para prestar atención a las prostitutas y que será la base para el futuro Instituto de las Hermanas de la Misericordia. La delicada Adela de Batz de Trenquelléon –nacida en 1789 e hija de un oficial de la Guardia real desterrado a Portugal y vuelto a Francia en 1808– será la otra mujer que Dios utilizará para que pueda existir el Instituto de las Hijas de María Inmaculada.

    Chaminade no para. Con Juan Bautista Lalanne –un joven de 22 años, estudiante de medicina y uno de los primeros congregantes, y con 7 jóvenes más–, hace el 2 de octubre de 1817 la fundación de su principal obra: La Compañía de María, un instituto religioso en el que los sacerdotes, educadores seglares y obreros van a trabajar en pie de igualdades, sin privilegio ninguno, consagrados a Dios por votos religiosos y vida común. La finalidad será multiplicar los buenos cristianos. Por eso trabajarán con maestros, aparecerán las escuelas normales, y la Alsacia y Lorena se poblarán de escuelas marianistas, a pesar de la criba que supuso la revolución de 1830 que hizo trasladarse a Guillermo José de Burdeos a Agen, con 71 años.

    Murió en 1850, después de quedar medio paralítico y sin habla por un ataque y de recibir los últimos sacramentos de manos de uno de sus hijos descarriados que tuvo la humildad de regresar a la casa de su padre, el 22 de enero de 1850.

    Beatificado por Juan Pablo II el 3 de setiembre del 2000, en la misma ceremonia que lo fueron también los papas Pío IX y Juan XXIII, y otros dos varones: el abad Columba Marmión y el Arzobispo de Génova Tomasso Reggio.

    En la ceremonia de beatificación, el papa rememoró su compromiso para acercarse a las personas alejadas de la Iglesia, y consideró que su personalidad plantea la necesidad de prestar una «atención renovada a la juventud, que necesita educadores y testigos».

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