Inicio Foros Formación cofrade Santoral 26/05/2012 San Felipe Neri y Santa Mariana

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    Santos: Felipe Neri, fundador; Eleuterio, papa; Pedro Sans i Iordá, obispo mártir; Zacarías, Lamberto, obispos; Francisco Serrano, Joaquín Royo, Juan Alcober, Francisco Díaz, sacerdotes dominicos mártires; Simitrio, presbítero; Cuadrado, apologista; Felicísimo, Heraclio, Paulino, Prisco, Máxima, Montano, mártires; Alfeo, padre de Santiago, Albino, confesores; Berengario, monje; Exuperancio, abad; Mariana Jesús de Paredes, virgen; Carpo, discípulo de San Pablo.

    San Felipe Neri.

    Nació en Florencia el 21 de julio de 1515. Su padre era notario; su madre murió pronto y lo educó su madrastra. En 1532 abandonó su casa; se marchó a San Germán, cerca de Montecasino con su tío, un comerciante rico, que quiso nombrarlo heredero y se quedó con las ganas.

    Se fue a Roma en 1536, y ya no saldrá de allí; quería vivir como ermitaño laico. Vivió pobre de solemnidad; sobrevivió –entre penitencias, ayunos y mucha oración– gracias a la ayuda que le prestó durante catorce años su compatriota Galeotto Caccia, trabajador de la Aduana pontificia. Estudió filosofía en la Sapienza y teología con los agustinos. Al terminar los estudios se dedicó con todas sus energías al apostolado, montando curiosas y novedosas empresas que le dieron más de un disgusto grave.

    Había que tener iniciativas porque la cosa estaba mal en la Iglesia. El Renacimiento había traído todos los ya sepultados cadáveres del paganismo, y aquellos vientos trajeron la tempestad de la herejía protestante y la Contrarreforma… de la cabeza a los pies hay ponzoña; hasta el papa Adriano VI lo ha dicho. Por todas partes hay gente pobre e ignorante, los jóvenes van y vienen sin guía. Felipe decide poner en juego toda su imaginación y optó por el camino de la alegría, llegando a ser el conversador más simpático, afable y divertido del viejo barrio de los peregrinos; se hace encontradizo con los jóvenes, es bromista y dicharachero; con su simpatía atrae a la gente que luego se queda pegada en el imán de su bondad; organiza actividades para ejercitar la caridad con visitas a las cárceles, ayudando a estudiantes pobres, y dando ánimo a los enfermos de los hospitales.

    Entremedias, comienzan a rumorearse por Roma algunos resultados más llamativos de su afán apostólico, como cuando llevaban al cadalso al antiguo intelectual dominico Paleólogo, hereje convicto y confeso; Felipe le salió al encuentro y le habló con tal entusiasmo y convicción que se convirtió.

    Con treinta y seis años, «Pippo Buono» –Felipe el Bueno– se decidió a hacerse sacerdote; tardó tanto en su decisión, por un pronunciado sentimiento de indignidad; era el 1551. Se retiró a la iglesia de San Girolamo della Caritá, –San Jerónimo de la Caridad–. Empezó bien para ganar más en humildad; un día, ya revestido con alba vieja no muy limpia y ornamentos de desecho le impidieron celebrar la misa porque se habían enterado de que animaba a los sacerdotes a celebrar diariamente la Eucaristía, y a los fieles a que comulgasen con frecuencia. Bonsignore Cassiaguerra, que acababa de ser elegido superior de la casa, lo ayudó porque compartía sus ideas; luego se les añaden Tarugi, senador romano que llegó a ser arzobispo de Avignon, y Baronio. Con estos apoyos, el apostolado cobra intensidad: interminables horas de confesonario, incremento de las visitas a enfermos en hospitales, y atención a la afluencia de discípulos, que se reúnen en una especie de desván habilitado para rezos, cánticos e instrucción religiosa.

    Procura diversión sana para la juventud. ¡Organizó muchas y frecuentes procesiones populares! sin tumulto ni degeneración profana; rezando, cantando y caminando entre las siete Basílicas, con comida en pleno campo, y durando un día; aquellas manifestaciones multitudinarias adquirían especial solemnidad, folclore, y parafernalia con aditamentos juveniles expresivos, principalmente durante el carnaval romano. Claro que aquella manera de proceder no fue a gusto de todos. Hubo gente muy seria y conspicua a la que le pareció extraño en exceso aquel apostolado. La Inquisición se interesó por Felipe y menos mal que el papa Paulo IV se quedó prendado de él; con Pío V se le prohibieron las procesiones y vigilaron su predicación; les parecía que tanto éxito se basaba en la excentricidad.

    Su principal obra fue la fundación del Oratorio. Lo nombraron rector de la iglesia de San Juan Bautista de los florentinos; el papa firmó una bula en 1575 por la que instituía en Congregación de sacerdotes y clérigos, dándole la iglesia de la Vallicella, en la Vía Giulia, y el nombre de Oratorio, al grupo de clérigos que habían ido agrupándose en torno a Felipe; se gobernarían por los sencillísimos estatutos que para el orden y vida en San Jerónimo había dejado escritos Felipe. Ni quiso, ni aceptó una extensión fuera de Roma, como tampoco permitió vincular una casa con otra, porque el único vínculo que él quería entre los sacerdotes del Oratorio era el de la caridad, tratando de santificarse sin votos especiales con los consejos evangélicos, y que la dirección de cada casa estuviera bajo el cuidado de un rector autónomo elegido cada tres años.

    Con la oración, recibió abundantes gracias místicas y sufrió frecuentes éxtasis en la mejor hora, la de la acción de gracias después de celebrar. En una de esas trepidaciones, se le rompieron algunas costillas, como lo demostró la autopsia.

    En 1595 se puso muy enfermo; recibió los últimos sacramentos y la comunión de manos de Carlos Borromeo. El día 26 de mayo murió.

    Santa Mariana de Jesús de Paredes y Flores.

    Es nombrada en su Patria como heroína de Ecuador.

    Cuando nació en Quito el 31 de octubre de 1618, le pusieron el nombre de Mariana al bautizarla en la catedral el 22 de noviembre. Era la penúltima hija de los ocho hijos que formaban aquella unidad familiar piadosísima y que de vez en cuando se aumentaba temporalmente al dar albergue a otros niños pobres o huérfanos.

    Mariana también se quedó huérfana muy pequeña, cuando tenía cuatro años; su hermana Jerónima, ya casada, y su marido, que ya tenían dos hijas de la misma edad de Mariana, se hicieron cargo de ella; juntas aprendieron las letras, música, canto y a tocar algunos instrumentos. Mariana destacó en la piedad familiar sobre sus sobrinas, hasta el punto de que, cuando tuvo que hacer la primera confesión y primera comunión al cumplir los ocho años de edad, el confesor Juan Camacho protestó por no haberla presentado antes por la preparación más que suficiente que la niña llevaba.

    Complicó algo la vida familiar con sus arrebatos. Un día se escapó de casa con las otras dos pequeñas para ir a evangelizar a los indios manas; en otras ocasiones volvieron a escaparse con motivos apostólicos o ascéticos, como aquella en la que quisieron llevar vida eremítica en Pichincha, pero un toro bravo con cara de pocos amigos les hizo dar media vuelta, dando fin a la aventura; las tres solían pasar la mañana o la tarde entera rezando rosarios sin parar. Su hermana y el marido se hartaron de tener tantas santas en su casa y propusieron a Mariana la entrada en un convento, pero se resistió con todas sus fuerzas. Entonces vino la amenaza de aislarla de sus primas en la casa y a esto sí accedió. En la parte superior, en dos habitaciones aisladas, comenzó a hacer su vida solitaria y penitente, acompañada de un crucifijo, un montón de libros con vidas de santos que la apasionaban y una guitarra. ¡Ah, y un ataúd hecho a su medida para tener presente que todo lo presente pasa!

    Se organizó muy unida a los jesuitas de la ciudad. Siempre bajo su dirección, se entregó a larguísima oración, a obras de mortificación tan atroz que dan escalofríos, a espantosos ayunos, a dormir poco y de mala manera, saliendo de su casa cada día a la misa o a atender a alguno de los enfermos que conocía, y aprovechando la salida para dar toda o parte de su comida a los más necesitados. Se hizo terciaria franciscana porque los jesuitas, que eran sus preferidos, no tenían tercera orden a la que poder adscribirse. Pero le vino bien aquel espíritu franciscano –tan enamorado de la naturaleza– para su sensible alma de poeta; lo supo captar al son que marca el Espíritu y hacerlo suyo de veras. Quizá el hecho de que a veces mandara flores a los impedidos sea una muestra.

    Cuando se produjeron los terribles terremotos y epidemias del 1645 en Quito, Mariana propuso al Señor canjear su vida por el cese de aquellos desastres, y Dios se lo aceptó. Volvió la tranquilidad a la ciudad y se murió Mariana, en su casa, después de recibir los sacramentos, el 26 de mayo de 1645.

    La canonizó en 1950 el papa Pío XII.

    Sus reliquias reposan debajo del altar mayor de la Iglesia que lleva su nombre en Quito.

    La nación ecuatoriana, agradecida, la nombró en 1946 «heroína de la Patria» por preferir el bien social al propio.

    Posiblemente al hagiógrafo moderno le resulte duro, descalabrado, fuera de orden y de mesura la vida de oración, ayuno y penitencia de Mariana, cuando la lee. Y es que a nuestra mentalidad –tan generosa en la valoración de las comodidades y tan larga en la búsqueda de gozos– le parecen abusos contra la salud, locuras de atar, las exquisiteces a las que lleva a quien está enamorado ese tan raro amor a Dios de los santos. Y las califica como excesos improcedentes.

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