Inicio › Foros › Formación cofrade › Santoral › 26/06/2012 San Pelayo y San José María Robles Hurtado
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26 junio, 2012 a las 11:35 #13840
Anónimo
InactivoSantos: Pelayo, niño, Superio, mártires; Salvio, obispo y mártir; José María Robles Hurtado, sacerdote y mártir; Juan y Pablo, hermanos mártires; Antelmo, Hermogio, Virgilio, Rodolfo, Constantino, Marciano, obispos; Majencio, presbítero; Perseveranda, virgen; David, eremita; Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador, beato.San Pelayo.Su biógrafo dice que era tardo para la sonrisa; sin razón ninguna para no creerlo, aceptamos su testimonio y hasta puede ser que, al final de la hagiografía, terminemos por darle la razón.
Nacido en Galicia a orillas del Miño; solía jugar con los otros chicos en el pórtico de la episcopal de Tuy. Era sobrino del obispo Hermogio; por eso estudiaba gramática en la escuela junto a la catedral, donde se iba aprendiendo el salterio día a día; también en los días más solemnes se unía al canto mozárabe y actuaba como monaguillo en las funciones litúrgicas.
Pero aquello quedaba lejos. Ahora lo habían metido en la cárcel de Córdoba, donde los cuerpos de sus compañeros estaban sujetos con cadenas y grilletes; aquellos esclavos daban un hedor nauseabundo, pero a todo se acostumbra uno; un guardia con látigo iba a por ellos para llevarlos a sus tareas de arreglar jardines, limpiar mezquitas, atender los baños, arrimar tierra y amontonar ladrillos para las construcciones. Al regreso contaban que era inabarcable el trabajo que había en aquella ciudad enorme.
A Pelayo le habían dicho que le llevaban a ver al tío, y no le mintieron del todo, porque vio a Hermogio que estaba en la prisión, ya enfermo y hecho un viejo. Lo habían apresado el año anterior en la batalla de Val de Junquera (920) y desde allí lo llevaron a Córdoba. Pelayo era su rescate porque, al no llegar el oro, más valía un joven que un viejo.
El niño pensó que aquella situación acabaría pronto; así se lo aseguró su tío, pero con lo enfermo que iba al pasar el Duero, nada más llegó a saberse del obispo. Es verdad que de vez en cuando venían oleadas de prisioneros nuevos; pero, en los cuatro años que pasó en la prisión, cada día repetía al anterior y fijaba al de mañana. Pelayo tenía permitido estar en otras estancias mientras sacaban a los mayores para el trabajo diario; como no había alborotado, ni dado un problema, ni se había unido a ninguna insurrección, hasta se había ganado la confianza de sus guardianes; pasaba bastante tiempo leyendo códices a escondidas y por la noche preguntaba lo que no entendía a los clérigos presos. Aprendió a discutir con carceleros y con los dueños de las casas ricas donde lo pusieron a trabajar de día; supo atraer su simpatía y respeto. Aquel chico valía la promesa de dinero.
Comprendió la corrupción generalizada de Córdoba, que a la vez era fortaleza, poder, arte, libros, bullicio, mercado con una gran cantidad de gente que compraba y vendía, reía, vociferaba más que hablaba, estaba contenta, y con frecuencia escuchaba a poetas que solían cantar las gracias de los mancebos. Tuvo tiempo de ver la confusión moral generalizada del lugar donde vivían hacinados los trabajadores esclavos y los presos sometidos a condena, y allí mismo necesitó energía heroica para guardar su pureza. Por eso decía: «Dios quiera que no me vea en apuros más terribles». Porque allí se enteró de que los altos cargos se compraban con la prostitución de las conciencias; sí, al renegar de la religión venían sin mucho esfuerzo las casas, los palacios con esclavos del Mediterráneo o judíos comerciantes de Alemania o de Francia, oro y tierras. Era la política de Abderramán III, que los hacía instrumentos útiles y manejables al cambiar de religión y prestarle infames servicios.
El joven Pelayo no cedió cuando lo llamaron a prestarlos aunque lo llevaran con protocolo al fastuoso ambiente cortesano, donde había alfombras y tapices, vasos de plata, aromas exóticos y guardianes sudaneses. Iba todo bañado, limpio, elegantemente vestido y perfumado; así lo presentaron ante el emir Abderramán III, el Victorioso, hombre dominado por la sensualidad, aunque los historiadores lo alaben por su corazón bondadoso. Las promesas de honor, riqueza y poder si se hacía musulmán se quedaron pequeñas. Sus palabras: «Soy cristiano y lo seré. Tus riquezas no valen nada. No voy a renegar de Cristo que es mi Señor y el tuyo, aunque tú no lo quieras». Y «Atrás, perro –echándose para atrás, cuando intentaba tocar su ropa aquel soberano–, ¿crees que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?». Y rezó: «Señor, líbrame de las manos de mis enemigos».
Una catapulta de guerra lo lanzó desde un patio del alcázar hasta la otra orilla del Guadalquivir; como aún vivía, un guardia negro le cortó la cabeza con la espada. Era el primer cuarto del siglo x.
Su cuerpo fue trasladado a León, y más tarde a Oviedo, donde se veneran actualmente sus reliquias en el monasterio de benedictinos que lleva su nombre.
Los gays no se inventaron en el siglo XXI. Ni los mártires. Ya ves, Pelayo, cuando tanto invertido de uno y otro sexo campea hoy gritando por sus derechos, tú te quedas en la historia como ejemplo de los que mueren por no querer serlo.
San José María Robles Hurtado.Alguna vez me encontré con alguien que decía ser un ‘cuento’ ese asunto de los curas.
Sí. No pocas veces se presenta la religión como un subproducto no deseable del estamento clerical. Eso, sobre todo, suele suceder lastimosamente en países de larga tradición cristiana. No se sabe muy bien si quienes hacen el aserto intentan desacreditar el Credo ante los demás, o pretenden más o menos conscientemente buscar una excusa que autodisculpe su falta de coherencia por profesar –o decir profesarlo–, pero no está dispuesto a guardar fidelidad a sus principios. Quizá por eso acabe diciendo que la religión es un cuento, un invento de curas, vamos. Desde luego, la figura de José María Robles Hurtado –santo sacerdote mexicano canonizado por el papa Juan Pablo II, en Roma, el 21 de mayo del año jubilar 2000– no tiene visos de ser una comedia malintencionada, ni de que se hiciera sacerdote para conseguir un modus vivendi.
Hacía su vida, tan gris como la de cualquier sacerdote normalito. Tenía solo treinta y nueve años cuando le dieron el pasaporte para la eternidad, no con el procedimiento rápido de un tiro en la nuca, sino con el áspero nudo corredizo de una soga colgada de un olmo: lo ahorcaron. A su edad y con sus cualidades –fue el fundador de la Congregación religiosa que se llama «Hermanas del Corazón de Jesús Sacramentado»; y para eso se necesitan dotes especiales, ¿verdad?– tenía por delante un futuro muy prometedor dentro del estamento eclesiástico donde quizá podría haber llegado a ser obispo o más; y en el caso de pretender una vida cómoda y descomplicada, le hubiera bastado ocultarse mientras pasaba la tormenta y haberse dedicado a esperar tiempos mejores.
Pero no; esa actitud hubiera sido una cobardía, una falta de responsabilidad, un enterramiento estéril de los talentos, una falta de lealtad, una traición al Maestro, un ocultamiento de la verdad, y otras cosas más. Por eso optó por la sinceridad. Todo era cuestión de agradecida correspondencia de amor al Amor. Fíjate lo que escribió muy poquito antes de su muerte:
«Quiero amar tu Corazón, Jesús mío, con delirio;
quiero amarle con pasión,
quiero amarle hasta el martirio.
Con el alma te bendigo, mi Sagrado Corazón;
Dime: ¿Se llega al instante de feliz y eterna unión?».
Había nacido en Mascota, Jalisco, diócesis de Tepic, el día 3 de mayo de 1888.
Párroco de Tecolotlán, fue un apóstol de Sagrado Corazón de Jesús, a Quien amó hasta el fín; entendía de sus latidos que eran anhelos y ansias de amor. No rehusó su abrazo, tan distinto de los que damos los hombres, por mucho que pareciera locura.
Lo ahorcaron en la sierra de Quila, Jalisco, diócesis de Autlán, el 26 de junio de 1927.
¿Se podría mantener con lógica que José María Robles Hurtado fuera consciente al martirio por sostener una patraña inventada, mantenida y propagada por él mismo? ¿Inventor de falsedades en provecho propio? ¿Habría valido la pena empeñarse en mantener un ‘cuento’? Una mente serena y equilibrada responde con un rotundo ¡No!
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