Inicio Foros Formación cofrade Santoral 30/05/2012 San Fernando III Y Santa Juana de Arco

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    Santos: Fernando III, rey, patrono del Cuerpo de Ingenieros Militares; Félix I, papa; Gabino, Críspulo, Sico, Palatino, mártires; Exuperancio, Anastasio, obispos; Ausonio, presbítero; Juana de Arco (Lorena), virgen; Venancio, Basilio, Emilia, confesores; Uberto, Gamo, monjes; Urbicio, Isaac, abades.

    San Fernando III.

    Una de las figuras máximas de España; primo carnal de otro santo y rey –de Luis IX de Francia–, que triunfó por fuera y por dentro. No quiso estatua; pero en su sepulcro grabaron el cuádruple epitafio: «Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó é ondró a todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de mayo, en la era de mil et CC et noventa años». Quien sepa lo puede leer en latín, hebreo, árabe y castellano, en la barroca y suntuosa capilla de la catedral sevillana.

    Fue hijo nacido de un matrimonio incestuoso, anulado por el papa Inocencio III, porque su padre, Alfonso IX de León, se casó con su prima doña Berenguela de Castilla, la hija de Alfonso VIII, el de las Navas.

    Unió los reinos de Castilla y León. Quitó Murcia y casi toda Andalucía a los moros; llevó adelante con grandeza épica los asedios; hizo su vasallo al rey moro de Granada; consiguió meter en África una expedición, y murió cuando él mismo pretendía atravesar el Estrecho.

    Astuto y sagaz en la guerra, solo supo entenderla desde el prisma de la cruzada cristiana. Jamás quiso cruzar la espada con otros príncipes cristianos, jugando todas las bazas necesarias para llegar a compromisos sin sangre.

    Se mostró comprensivo y protector con las órdenes mendicantes.

    Comenzó la catedral de León y construyó las de Burgos y Toledo.

    Puso paz en sus reinos; mostró tolerancia con los judíos; fue riguroso con los apóstatas y falsos conversos.

    Hizo del castellano el idioma oficial. Sobresalió en el cultivo de las ciencias y de las artes; impulsó las incipientes universidades.

    En el campo de las leyes, codificó el derecho.

    Con su ejército se mostró solícito en el cuidado de la piedad y de la honestidad de sus mesnadas.

    Repobló los territorios conquistados.

    Se supo rodear de varones prudentes que pudieran asesorarle en el oficio de reinar, sentando las bases para los Consejos.

    El florecimiento esplendoroso de la corte de Alfonso X el Sabio se debe a los principios asentados por el rey Fernando, su padre.

    Mantuvo una lealtad y nobleza a toda prueba en el cumplimiento de los pactos y treguas con sus enemigos; la palabra dada era valor y no juguete de quita y pon según los intereses prácticos o útiles del momento.

    Se casó dos veces; la primera, con la alemana Beatriz de Suabia; la segunda vez, con la francesa Juana de Ponthieu. En total sumó trece hijos.

    Con los levantiscos –tan frecuentes– supo mantener el equilibrio y se mostró magnánimo a la hora de perdonar.

    Favoreció el culto y la vida monástica; pero exigió compensaciones económicas de las manos muertas –improductivas– de eclesiásticos y feudales. A este respecto se ganó una reprimenda del papa Gregorio IX, que interpretó su impuesto como una intromisión imperdonable y una apropiación indebida de los bienes eclesiásticos.

    La pureza y rectitud de vida –cosa bastante extraña en los príncipes de la época– le ganó fama hasta el punto inconcebible de que algunos de sus enemigos moros llegaran a convertirse por su ejemplo.

    Además, sabía comportarse, en lo humano, como un gran señor europeo; fue un verdadero palaciego que gustaba de la caza, componía versos o cantigas, entendía de música y gustaba jugar a las damas y al ajedrez; tenía un porte elegante y era excelente jinete. Su propio hijo, Alfonso X el Sabio, dejará dicho de él que «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el rey Fernando».

    Pero el hecho de que un Jueves Santo pidiera una toalla, tomara un barreño, y se pudiera a lavar los pies de doce de sus súbditos pobres, después de haber meditado la Pasión, descubrió a la corte un rincón secreto de su intimidad.

    Algo parecido pasó en su despedida de soltero. Tres días antes de su boda (27-XI-1219) veló las armas de caballero en el monasterio de las Huelgas, en Burgos, y se autoarmó caballero, cosa que debió de tener en gran estima, porque llegó a negarlo a algunos de sus nobles por considerarlos indignos.

    ¿Oración? En Toledo, aunque enfermo, solía velar de noche para pedir a Dios la ayuda para su pueblo; y en especial, con alma impregnada de espíritu caballeresco, llevaba asida y anillada al arzón de su caballo a su dama, la Virgen María, labrada en marfil; fue una estupenda devoción que dejó en herencia a los sevillanos, «la Virgen de los Reyes», que mantenía en capilla estable en su campamento durante el asedio a la plaza.

    Murió, sí. Pero no como es frecuente escuchar que mueran los reyes. Sobre un montón de cenizas, con una soga al cuello –así pintaron algunos a Jesús–, pidiendo perdón a los presentes, y dando consejos a sus hijos; llevaba una candela en la mano –¿la fe?– y sus labios musitaron una oración. Era «el postrimero día de mayo».

    El patrono de tantas instituciones españolas, al que invocan los cautivos, desvalidos y gobernantes como su especial protector, elevado a los altares el 4 de febrero de 1671, solo era un seglar, un laico, un cristiano, un rey, un servidor, un esposo, un padre. Se santificó en su oficio. ¡Un señor!

    Santa Juana de Arco.

    Fue en tiempos de Carlos VII, rey aburrido, apático, inactivo, dedicado a los juegos y placeres al que la historia ha terminado dándole el apodo del «Bienservido», por el que se le conoce. Francia, no podía ser menos, está pasando por una situación desesperada, de degradación moral y licenciosa; la nación está agotada por la guerra que dura cien años; aquello parece no tener salida hacia el futuro. Los ingleses se han apropiado de gran parte y pretenden un dominio total. Unos pocos, aún fieles al rey, se refugian en Cunón; el resto de Francia está arrasada, todo es desolación por los continuos actos de pillaje y violencia de los soldados de uno y otro bando.

    Juana nació el 6 de enero de 1412, en el nordeste francés; hija de Jaime de Arco, dedicado al trabajo de la tierra, y de Isabel Romée. La niña creció en la aldea de Domrémy aprendiendo de su madre la confianza en la Providencia, en el Padre del Cielo y en su Madre, la Virgen; no pudo cultivar la escritura ni la lectura. En su simplicidad, ha resumido la respuesta personal a las bondades de Dios con la conclusión de «ser buena y no cometer ningún pecado».

    Una tarde de junio de 1425, cuando tiene trece años, mientras jugaba, la ven interrumpir sus juegos y marchar a casa porque le pareció que la llamaba su madre. No es así; vuelve a jugar, pero con más claridad o nitidez escucha de nuevo la voz que la llama. Es el Rey del Cielo que le está encomendando salvar a Francia; luego vinieron apariciones de San Miguel, Santa Margarita y santa Catalina. Son lo que la insignificante analfabeta llamará en adelante «voces».

    Contado a sus padres el hecho, se levantará el revuelo propio. Nadie la cree. La insistencia apremiante de las «voces» hace que repita la historia. Los padres deciden que lo sepa el capitán Roberto de Baudricourt en mayo de 1428. ¿Qué se podía esperar? Que la niña es una visionaria.

    En 1429 se le facilita una escolta y un salvoconducto para ir acompañada de su primo a la corte, donde, después de hacerla guardar antesala por tres días, le espera una comedia con trampa para ridiculizar a la campesina al tiempo que se podía proporcionar un nuevo divertimento al frívolo rey y a sus acompañantes con el raro proyecto de aquella despreciable aldeana. Pero terminó la recepción en una entrevista personal con Carlos VII quien, conmovido, le hace poner una armadura y tomar la espada de cinco cruces que se encontraba en la iglesia de Santa Catalina de Furbois.

    Tuvo que pasar quince días de cansino análisis teológico por parte de los obispos y clero antes de que el pueblo la aclamara como la Salvadora de Francia. En abril de 1429 ha conseguido ya reunir un ejército de diez mil hombres en el que no se blasfema ni se admiten mujerzuelas, porque clama por poner la confianza solo en Dios.

    A los pocos días, ya el 7 de mayo, con todos los mariscales de campo y los señores de la guerra presentes, ganó la batalla en Orleans, Patay y triunfos sucesivos con la conquista de todas las plazas del Loira, hasta lograr que el rey sea coronado en la catedral de Reims, el día 12 de julio. Pero el rey la abandonó cobardemente y ella decidió hacer la guerra por su cuenta.

    Cayó presa en Compiège. Los aliados la entregaron a los ingleses. Se inició un proceso inicuo con todos los enredos, manejos, insidias y calumnias inimaginables, dirigido por el desterrado obispo de Beauvais, Pedro Cauchón, que se había vendido a Inglaterra. Las diligencias y el resultado de aquel lastimoso juicio fueron bochornosas. Acusada de magia, de hechicería, de herejía, de impostora, y de no ser cristiana por llevar ropas de varón, se le condenó 29 de mayo de 1431, en el palacio del arzobispo de Ruán, a morir en la hoguera. Al día siguiente, en el Mercado Viejo, ante la tristeza y sollozos de los sencillos, besó el crucifijo, pronunció tres veces el nombre de Jesús y murió quemada en la pira de fuego.

    Cuando el rey pudo entrar en Ruán, mandó revisar el proceso contra la Doncella de Lorena. A la vista de pruebas evidentes, se restablece el buen nombre de Juana por haber sido condenada en juicio injusto, inicuo, falso y criminal.

    La fama que corre por el mundo entero la considera como enviada por Dios, salvadora de la patria y mártir.

    Canonizada por Benedicto XV el 16 de mayo de 1920.

    Juana de Arco ha sido ampliamente tratada en el arte y en la literatura, por autores de todas las tendencias. Fue tema de dramas como La Doncella de Orleans, (1801) de Johann von Schiller; Santa Juana (1923), de George Bernard Shaw, y La alondra (1953), de Jean Anouilh. El compositor francés Arthur Honegger compuso basándose en ella su oratorio Juana de Arco en la hoguera, interpretado por vez primera en el año 1938. También el escritor estadounidense Mark Twain escribió la biografía titulada Recuerdos personales de Juana de Arco (1896). Ella fue también la heroína del drama español La doncella de Orleans, de Antonio Zamora, escritor de principios del siglo XVIII. La vida de Juana de Arco ha sido llevada al cine: en 1928, el danés Carl-Theodor Dreyer realizó la primera película La pasión de Juana de Arco, considerada su obra maestra. Posteriormente, en 1954, el italiano Roberto Rossellini dirigió Juana en la hoguera, y, en 1963, el francés Robert Bresson realizó El proceso de Juana de Arco.

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