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    Anónimo
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    Una noche, haciendo zapping en casa, vi que entrevistaban en “La Noria” a un sacerdote de edad avanzada, cuya labor social había sido recientemente reconocida con algún premio. María Antonia Iglesias González le lanza una pregunta -envenenada por la introducción que la precede- y que venía a ser la siguiente: “La Conferencia Episcopal Española, con el cardenal Rouco a la cabeza, es lo más deplorable de la Iglesia española; el portavoz de la misma, Juan Antonio Martínez Camino, cada vez que habla “la caga”. ¿Cómo puede usted, y dada la labor que desempeña, sentirse identificado con la Iglesia a la que representan estos señores? ¿Qué valoración le merecen las últimas declaraciones, diciendo que no se puede dar la bendición a parejas homosexuales?”

    Para mi sorpresa, el bendito cura, en lugar de pedirle que no ofendiera en su presencia a los obispos españoles y expresar su adhesión a la Iglesia, se encoge de hombros y contesta más o menos lo siguiente: “nadie somos perfectos, uno hace lo que puede y el resto queda en manos de Dios. En cuanto a lo de los gays, ¿bendecimos animales y no vamos a bendecir a las personas en función de su orientación sexual?”

    Me quedé tan estupefacta, que ni de canal pude cambiar. Yo esperaba que el sacerdote (cántabro o asturiano, no recuerdo) matizara o explicara su respuesta más adelante. Pero al cabo de diez minutos desistí y apagué la televisión.

    Ya sabemos que nadie tiene la obligación de ser cristiano. De hecho, la Iglesia Católica es valedora de la libertad religiosa como nadie más. Pero, para los que son y se reconocen cristianos, la sexualidad, que fue creada por Dios para permitir que el hombre y la mujer pudieran expresar su amor conyugal de un modo particular y único en su capacidad de vinculación, está orientada a la subsistencia de nuestra especie. Lo que no significa que éste sea el único fin del matrimonio.

    Cierto que las practicas sexuales tienen una dimensión lúdica – nada que oponer a descubrir este aspecto con el esposo/a -, sin embargo los cristianos no podemos aceptar el criterio dominante en la sociedad actual y considerar “el sexo un juego”. Aceptar esta definición supone, por analogía, aceptar los modos del juego: en solitario, por parejas o en equipo – da lo mismo -; entre adultos o con niños; entre hombres, entre mujeres o “hetero”; con animales, con tintes sádicos, sin normas definidas o solo las que convengan a la parte más avispada, etc.

    Creo que todos sabemos a donde nos conduce este planteamiento. Es un caballo de Troya. Bajo la imagen de ingenuidad asociada a la voz “juego”, hay un abismo de egoísmo – negro y monstruoso- cuya única pretensión es lograr la propia complacencia, sin importar que en el camino caigan mujeres, niños, matrimonios, virtudes humanas de reconocido valor social, etc.

    Es aquí donde los cristianos decimos: ¡NO! Un “no” sin excepciones en razón de la edad, el “status” social o civil, la posición económica o la orientación sexual. Por eso la Iglesia no bendice las prácticas sexuales homosexuales, por eso no les reconoce el derecho al matrimonio, y por eso no puede, ni siquiera en apariencia, bendecir a dos hombres o dos mujeres que inician su vida común emulando la vida conyugal propia del matrimonio. No es un tema de discriminación.

    Claro que, al margen de las polémicas buscadas por esos programas indignos de televisión, empeñados en cuestionar todo lo tradicional (1), los homosexuales más sensatos están en otra onda. Quizás no renuncien a la práctica sexual, ni a tener ciertos derechos sobre los bienes compartidos con su pareja, pero saben perfectamente qué esperar de su unión, que los hijos necesitan padre y madre, y que -aunque la ley civil afirme otra cosa- lo suyo no es un verdadero matrimonio. En el fondo sólo desean que se les dejen vivir si ser socialmente juzgados.

    En la tradición cristiana, bendecir significa dar el visto bueno con la autoridad otorgada por Dios. Quien solicita la bendición, le pide a Dios su protección; pero el ministro que bendice no hace un gesto cariñoso e intrascendente. Lo que hace en realidad es legitimar aquello que señala con la cruz o que rocía con agua bendita. Por eso se puede bendecir a cualquier criatura de la creación o a cualquier creación del hombre hecha para bien de sus semejantes. Por eso, aunque en algunas familias se utiliza la expresión “madre, bendígame”, y la madre –mientras hace la señal de la cruz- reza “que Dios te proteja hijo mío”, en realidad los laicos no podemos bendecir. En cambio, lo que bendicen los curas, bendito queda.

    (1)Utilizan este término para desprestigiar a los usos y costumbres típicamente cristianos.

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