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11 julio, 2011 a las 10:44 #13488
Anónimo
Inactivo[align=justify]Cada vez me ocurre con más frecuencia, y seguro que a ustedes también: participas en una conversaciónde alturacon un grupo reducido de personas; se trata en profundidad, sin trivialidades, un tema concreto de actualidad; el telón de fondo es la perspectiva cristiana del hombre y del mundo, algo de lo que no podemos sustraernos – por muy agnósticos que nos digamos – puesto que nuestra cultura y tradición son las que son, y el influjo beneficioso del cristianismo no se puede negar en el sentido que tenemos de la justicia, la dignidad y la libertad. El punto de partida es la diversidad garantizada de criterios.
La expectativa es llevartecontigo a casa, tras el debate, algún punto de vista distinto e interesante que te acerque más a la verdady te ayude a concretar líneas de acción ajustadas a la realidad que toca transformar, cada cual según su entorno. Siempre hay alguno que acompaña sus argumentos cansinamente diciendo aquello de “aunque yo respeto otras posiciones
igualmenteválidas…”. Yo tiendo a sonreír cuando usan esta muletilla. Si tienes tan clara tu posición será porque has hecho un discernimiento serio que te ha llevado a concluir qué es lo mejor para ti. De lo contrario, será que nunca te has planteado desmarcarte de la tradición transmitida por tu familia y la sociedad en las que naciste, o que no has reflexionado sobre el tema en cuestión pero te las das de sabedor. En el primer supuesto, y salvo que los argumentos del contrariote hagan cambiar de opinión, lo natural es que intentes hacer a otros partícipes de tu verdad (no imponer), ya que la verdad es un bien pretendido por casi todos. Es un hecho que la experiencia de vida y el conocimiento adquiridos con el paso de los años tienden a hacer que los mayores parezcan más rígidos en sus planteamientos (han tenido más tiempo para hacer el correspondiente discernimiento sobre muchos temas y no sienten la necesidad existencial de replantearse todas las cosas) mientras que los jóvenes, si son avispados, tienden a estar
abiertos a todo. También es un hecho que la
percepciónde la realidad varía mucho según el cristal con que se mire, pero no es menos cierto que es posible llegar a un conocimiento “cierto” y universalmente aceptable de las cosas. Presumir lo contrario sería tanto como afirmar que no hay verdad objetiva posible. Por último, es un hecho empírico que
cualitativamenteno todos los comportamientos, razonamientos o valores tienen el mismo peso específico. Es decir, objetivamente hay cosas mejores que otras y punto. Por ejemplo, objetivamente es mejor proteger y salvar la vida de un niño, que matarlo en el seno materno; es mejor la ley que regula la libertad religiosa en España que la ley de la blasfemia pakistaní; objetivamente – y no importa la excelencia dialéctica empleada para defender “la protectora” visión de la mujer que tienen los musulmanes – es mejor la forma de entender y aplicar el concepto de libertad referido a las mujeres, que tiene la cultura occidental que la de muchas culturas africanas. No me vale por tanto lo de “yo respeto otras posiciones”, porque no todas las posiciones encierran la misma excelencia. Al afirmar esto no me estoy refiriendo a opciones tales como optar por una profesión liberal o ser funcionario, elegir el mejor diseño posible de las farolas que alumbran la ciudad, o circular a 110 ó 120 Km./h. Hablo de
principios morales y/o éticos. Los que deben regir nuestras vidas y el comportamiento de las sociedades.Ahora bien, si la pregunta es
¿Quién me dice qué es lo mejor para mí?la clave de la respuesta está en uno mismo. Eso sí, deberemos ser honestos con los dictados de la propia conciencia y los requerimientos del bien común. Aquí cabría hacer un paréntesis ENORMEexplicando el valor pedagógico o antipedagógico de las leyes civiles que nos damos, el peso de los motivos basados en una u otra moral religiosa, el impacto real de la educación primera recibida en el seno de la familia y otros factores de los que no es fácil sustraerse cuando hablamos del bien y del mal. Los cristianos no podemos ir por ahí diciendo que “yo respeto”. No debemos renunciar a la cortesía que reclama la dignidad del otro, pero no debemos equiparar respeto a pusilanimidad, ni a laxitud, ni a falta de convicción, tal como denota esta expresión. Tener conciencia de ser depositarios de la Buena Noticia, de ser hijos del único y verdadero Dios, de ser amados hasta el extremo de dar la vida para comprar nuestra salvación, debería llevarnos a un comportamiento extrovertido que hiciera partícipes a los demás de nuestra alegría. El que es rico no lo oculta, ni se disculpa por ello.
Lo gracioso (o triste) del asunto es que a las inseguridades de los cristianos que intentan ser consecuentes con su fe, hay que sumarle la actitud de aquellas personas nacidas en el seno de La Iglesia Católica que no han logrado o no han querido hacer suya esta forma de ser y vivir. Estos – muy dados a utilizar conciliadoramente la variedad como argumento para cuestionar las posiciones rancias y rígidas del cristianismo – se creen más versados que el propio Papa en decirnos a los demás (a los que sí creemos y amamos la Iglesia con sus luces y sombras) lo que tenemos que hacer porque es lo que se espera de quien defiende el amor por encima de todo. Y nos apocan con semejante argumento. Habría que preguntarse ¿Por qué lo permitimos?
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