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28 febrero, 2012 a las 7:45 #7627
Anónimo
Inactivo2ª Semana de CuaresmaÉste es mi Hijo amado.Lectura del santo evangelio según san Marcos 9, 2-10En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
– «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
– «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
,De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
– «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Palabra del Señor.29 febrero, 2012 a las 17:02 #12208Anónimo
InactivoOs adjunto los comentarios: EL GUSTO DE CREER[align=justify]Durante muchos siglos, el miedo ha sido uno de los factores que con más fuerza ha motivado y sostenido la religiosidad de bastantes personas. Más de uno aceptaba la doctrina de la Iglesia solo por temor a condenarse eternamente.Hoy, sin embargo, en el contexto sociológico actual se ha hecho cada vez más difícil creer solo por temor, por obediencia a la Iglesia o por seguir la tradición.
Para sentirse creyente y vivir la fe con verdadera convicción es necesario tener la experiencia de que la fe hace bien. De lo contrario, tarde o temprano uno prescinde de la religión y lo abandona todo.
Y es normal que sea así. Para una persona solo es vital aquello que le hace vivir. Lo mismo sucede con la fe. Es algo vital cuando el creyente puede experimentar que esa fe le hace vivir de manera más sana, acertada y gozosa.
En realidad, nos vamos haciendo creyentes en la medida en que vamos experimentando que la adhesión a Cristo nos hace vivir con una confianza más plena, que nos da luz y fuerza para enfrentarnos a nuestro vivir diario, que hace crecer nuestra capacidad de amar y de alimentar una esperanza última.
Esta experiencia personal no puede ser comunicada a otros con razonamientos y demostraciones, ni será fácilmente admitida por quienes no la han vivido. Pero es la que sostiene secretamente la fe del creyente incluso cuando, en los momentos de oscuridad, ha de caminar «sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía» (san Juan de la Cruz).
En el relato de la transfiguración se nos recuerda la reacción espontánea de Pedro, que, al experimentar a Jesús de manera nueva, exclama: «¡Qué bien se está aquí!». No es extraño que, años más tarde, la primera carta de Pedro invite a sus lectores a crecer en la fe si «habéis gustado que el Señor es bueno» (1 Pedro 2,3).
Ch. A. Bernard ha llamado la atención sobre la escasa consideración que la teología contemporánea ha prestado al «afecto» y al «gusto de creer en Dios», ignorando así una antigua y rica tradición que llega hasta san Buenaventura. Sin embargo, no hemos de olvidar que cada uno se adhiere a aquello que experimenta como bueno y verdadero, y se inclina a vivir de acuerdo con aquello que le hace sentirse a gusto en la vida.
Tal vez una de las tareas más urgentes de la Iglesia sea hoy despertar «el gusto de creer». Deberíamos cuidar de manera más cálida las celebraciones litúrgicas, saborear mejor la Palabra de Dios, gustar con más hondura la eucaristía, comulgar gozosamente con Cristo, alimentar nuestra paz interior en el silencio y la comunicación amorosa con Dios. Aprenderíamos a sentirnos a gusto con Dios.
FIDELIDAD A DIOS Y A LA TIERRASe ha dicho que la mayor tragedia de la humanidad es que «los que oran no hacen la revolución, y los que hacen la revolución no oran». Lo cierto es que hay quienes buscan a Dios sin preocuparse de buscar un mundo mejor y más humano. Y hay quienes se esfuerzan por construir una tierra nueva sin Dios.
Unos buscan a Dios sin mundo. Otros buscan el mundo sin Dios. Unos creen poder ser fieles a Dios sin preocuparse de la tierra. Otros creen poder ser fieles a la tierra sin abrirse a Dios.
En Jesús, esta disociación no es posible. Nunca habla de Dios sin preocuparse del mundo, y nunca habla del mundo sin el horizonte de Dios. Jesús habla del «reino de Dios en el mundo». En las cartas escritas por Dietrich Bonhoeffer desde la cárcel descubrimos la postura verdadera del creyente: «Solo puede creer en el reino de Dios quien ama a la tierra y a Dios en un mismo aliento».
La «escena de la transfiguración» es particularmente significativa, y nos revela algo que es una constante en el evangelio. «Cristo no lleva al hombre a la huida religiosa del mundo, sino que lo devuelve a la tierra como su hijo fiel» (Jürgen Moltmann).
Jesús conduce a sus discípulos a una «montaña alta», lugar por excelencia de encuentro con Dios según la mentalidad semita. Allí vivirán una experiencia religiosa que los sumergirá en el misterio de Jesús. La reacción de Pedro es explicable: «¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas…». Pedro quiere detener el tiempo, instalarse cómodamente en la experiencia de lo religioso, huir de la tierra.
Jesús, sin embargo, los bajará de la montaña al quehacer diario de la vida. Y los discípulos tendrán que comprender que la apertura al Dios trascendente no puede ser nunca huida del mundo.
Quien se abre intensamente a Dios ama intensamente la tierra. Quien se encuentra con el Dios encarnado en Jesús siente con más fuerza la injusticia, el desamparo y la autodestrucción de los hombres.
El eslogan de Taizé, que año tras año atrae a tantos jóvenes, está apuntando hacia algo que necesitamos descubrir hoy todos: «Lucha y contemplación». La fidelidad a la tierra no nos ha de alejar del misterio de Dios. La fidelidad a Dios no nos ha de alejar de la lucha por una tierra más justa, solidaria y fraterna.
[/align] También el de Patxi
Mc 9,2-10
E
[align=justify]sta semana el propio Patxi nos explica el Evangelio. ¡Qué hermoso eso de estar dentro del Padre, de su blancura, gracias al hueco que Jesús nos hace en Él! Y siempre vamos a estar en el Padre. Pero ese “estar” es también dinámico, nos lanza hacia fuera para comunicar la honda experiencia del encuentro que Jesús posibilita.El Evangelio nos invita a subir a la montaña, hacer la experiencia y bajar “revestidos” del Padre y del Hijo, con el ímpetu, la fuerza, la garra del Espíritu. ¡Qué bien se está! Pero ese “bien” hay que desparramarlo, para que siga floreciendo, creciendo y para que nunca, nunca se apague ni se agote.
Bajemos, transmitamos la historia de amistad, de amor que tenemos con Dios. Compartámosla. Es un misterio recubierto del tesoro más grande que podemos atisbar y que nadie nos puede quitar. Nos lo quitamos nosotros mismos cuando nos quedamos pasivos y no lo compartimos.
Oigamos la voz del Padre, escuchemos al Hijo, su Palabra hecha carne.
[/align] Fraternalmente.-
29 febrero, 2012 a las 17:02 #18261Anónimo
InactivoOs adjunto los comentarios: EL GUSTO DE CREER[align=justify]Durante muchos siglos, el miedo ha sido uno de los factores que con más fuerza ha motivado y sostenido la religiosidad de bastantes personas. Más de uno aceptaba la doctrina de la Iglesia solo por temor a condenarse eternamente.Hoy, sin embargo, en el contexto sociológico actual se ha hecho cada vez más difícil creer solo por temor, por obediencia a la Iglesia o por seguir la tradición.
Para sentirse creyente y vivir la fe con verdadera convicción es necesario tener la experiencia de que la fe hace bien. De lo contrario, tarde o temprano uno prescinde de la religión y lo abandona todo.
Y es normal que sea así. Para una persona solo es vital aquello que le hace vivir. Lo mismo sucede con la fe. Es algo vital cuando el creyente puede experimentar que esa fe le hace vivir de manera más sana, acertada y gozosa.
En realidad, nos vamos haciendo creyentes en la medida en que vamos experimentando que la adhesión a Cristo nos hace vivir con una confianza más plena, que nos da luz y fuerza para enfrentarnos a nuestro vivir diario, que hace crecer nuestra capacidad de amar y de alimentar una esperanza última.
Esta experiencia personal no puede ser comunicada a otros con razonamientos y demostraciones, ni será fácilmente admitida por quienes no la han vivido. Pero es la que sostiene secretamente la fe del creyente incluso cuando, en los momentos de oscuridad, ha de caminar «sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía» (san Juan de la Cruz).
En el relato de la transfiguración se nos recuerda la reacción espontánea de Pedro, que, al experimentar a Jesús de manera nueva, exclama: «¡Qué bien se está aquí!». No es extraño que, años más tarde, la primera carta de Pedro invite a sus lectores a crecer en la fe si «habéis gustado que el Señor es bueno» (1 Pedro 2,3).
Ch. A. Bernard ha llamado la atención sobre la escasa consideración que la teología contemporánea ha prestado al «afecto» y al «gusto de creer en Dios», ignorando así una antigua y rica tradición que llega hasta san Buenaventura. Sin embargo, no hemos de olvidar que cada uno se adhiere a aquello que experimenta como bueno y verdadero, y se inclina a vivir de acuerdo con aquello que le hace sentirse a gusto en la vida.
Tal vez una de las tareas más urgentes de la Iglesia sea hoy despertar «el gusto de creer». Deberíamos cuidar de manera más cálida las celebraciones litúrgicas, saborear mejor la Palabra de Dios, gustar con más hondura la eucaristía, comulgar gozosamente con Cristo, alimentar nuestra paz interior en el silencio y la comunicación amorosa con Dios. Aprenderíamos a sentirnos a gusto con Dios.
FIDELIDAD A DIOS Y A LA TIERRASe ha dicho que la mayor tragedia de la humanidad es que «los que oran no hacen la revolución, y los que hacen la revolución no oran». Lo cierto es que hay quienes buscan a Dios sin preocuparse de buscar un mundo mejor y más humano. Y hay quienes se esfuerzan por construir una tierra nueva sin Dios.
Unos buscan a Dios sin mundo. Otros buscan el mundo sin Dios. Unos creen poder ser fieles a Dios sin preocuparse de la tierra. Otros creen poder ser fieles a la tierra sin abrirse a Dios.
En Jesús, esta disociación no es posible. Nunca habla de Dios sin preocuparse del mundo, y nunca habla del mundo sin el horizonte de Dios. Jesús habla del «reino de Dios en el mundo». En las cartas escritas por Dietrich Bonhoeffer desde la cárcel descubrimos la postura verdadera del creyente: «Solo puede creer en el reino de Dios quien ama a la tierra y a Dios en un mismo aliento».
La «escena de la transfiguración» es particularmente significativa, y nos revela algo que es una constante en el evangelio. «Cristo no lleva al hombre a la huida religiosa del mundo, sino que lo devuelve a la tierra como su hijo fiel» (Jürgen Moltmann).
Jesús conduce a sus discípulos a una «montaña alta», lugar por excelencia de encuentro con Dios según la mentalidad semita. Allí vivirán una experiencia religiosa que los sumergirá en el misterio de Jesús. La reacción de Pedro es explicable: «¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas…». Pedro quiere detener el tiempo, instalarse cómodamente en la experiencia de lo religioso, huir de la tierra.
Jesús, sin embargo, los bajará de la montaña al quehacer diario de la vida. Y los discípulos tendrán que comprender que la apertura al Dios trascendente no puede ser nunca huida del mundo.
Quien se abre intensamente a Dios ama intensamente la tierra. Quien se encuentra con el Dios encarnado en Jesús siente con más fuerza la injusticia, el desamparo y la autodestrucción de los hombres.
El eslogan de Taizé, que año tras año atrae a tantos jóvenes, está apuntando hacia algo que necesitamos descubrir hoy todos: «Lucha y contemplación». La fidelidad a la tierra no nos ha de alejar del misterio de Dios. La fidelidad a Dios no nos ha de alejar de la lucha por una tierra más justa, solidaria y fraterna.
[/align] También el de Patxi
Mc 9,2-10
E
[align=justify]sta semana el propio Patxi nos explica el Evangelio. ¡Qué hermoso eso de estar dentro del Padre, de su blancura, gracias al hueco que Jesús nos hace en Él! Y siempre vamos a estar en el Padre. Pero ese “estar” es también dinámico, nos lanza hacia fuera para comunicar la honda experiencia del encuentro que Jesús posibilita.El Evangelio nos invita a subir a la montaña, hacer la experiencia y bajar “revestidos” del Padre y del Hijo, con el ímpetu, la fuerza, la garra del Espíritu. ¡Qué bien se está! Pero ese “bien” hay que desparramarlo, para que siga floreciendo, creciendo y para que nunca, nunca se apague ni se agote.
Bajemos, transmitamos la historia de amistad, de amor que tenemos con Dios. Compartámosla. Es un misterio recubierto del tesoro más grande que podemos atisbar y que nadie nos puede quitar. Nos lo quitamos nosotros mismos cuando nos quedamos pasivos y no lo compartimos.
Oigamos la voz del Padre, escuchemos al Hijo, su Palabra hecha carne.
[/align] Fraternalmente.-
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