Inicio Foros Formación cofrade Evangelio Dominical y Festividades Evangelio del domingo 09/06/2013

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    Anónimo
    Inactivo

    ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!

    Lectura del santo evangelio según San Lucas 7, 11-17

    En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.

    Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.

    Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.»

    Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»

    El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.

    Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»

    La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.

    Palabra del Señor.

    #12698
    Anónimo
    Inactivo

    [align=justify]Os dejo los comentarios al Evangelio. En esta semana en que hemos sufrido la pérdida de un magnífico HERMANO COFRADE (con mayúsculas, pues Juanan lo merecía) y MEJOR PERSONA (también mayúsculas) las palabras que nos dirige José Antonio Pagola a cuenta del Evangelio dominical adquieren otro significado mucho más profundo y existencial

    PERDER AL SER QUERIDO

    Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida como la pérdida de un ser querido. El amor no es eterno. La amistad no es para siempre. Tarde o temprano llega el momento del adiós. Y de pronto todo se nos hunde. Impotencia, pena, desconsuelo; nuestra vida ya no podrá ser nunca como antes. ¿Cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida?

    Lo primero es recordar que liberarnos del dolor no quiere decir olvidar al ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es una deshonra ni una ofensa a quien se nos ha muerto. De alguna manera, esa persona vive en nosotros. Su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo largo de los años. Ahora hemos de seguir viviendo.

    Hemos de elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; sentirnos víctimas o mirar hacia adelante con confianza. El pasado ya no puede cambiar. Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar. Reiniciar las actividades abandonadas; proponernos vivir una hora, esta tarde, un día, sin mirar con angustia nuestro futuro incierto.

    Tal vez por dentro se nos acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos al ser querido. Momentos de gozo y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas; penas compartidas, proyectos que han quedado a medias. Cómo ayuda entonces poder comunicar lo que sentimos a una persona amiga; poder llorar con alguien que comprende nuestro desconsuelo.

    Puede brotar también en nosotros el sentimiento de culpa. Ahora que hemos perdido a esa persona nos damos cuenta de que no siempre la hemos comprendido, que la podíamos haber querido mejor. No es justo torturarnos por errores cometidos en el pasado. Solo sirve para deprimimos. Es verdad que nuestro amor siempre es imperfecto. Ahora lo importante es perdonamos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios.

    A veces no es fácil recuperarse. La ausencia del ser querido nos pesa demasiado, y la pena se apodera de nosotros una y otra vez. Puede ser el momento de acudir a la propia fe. Desahogarnos con Dios no es pecado. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende. Cuántos creyentes han encontrado de nuevo la fuerza y la paz en esa oración: «No sé lo que hubiera hecho si no hubiera tenido fe»; «Dios me está dando la fuerza que necesito».

    El evangelista Lucas nos describe una escena conmovedora que invita a despertar nuestra fe. Al acercarse a la pequeña aldea de Naín, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido a su hijo único, al que llevan a enterrar. Al verla, Jesús se conmueve. Y de sus labios salen dos palabras que hemos de escuchar desde lo más hondo de nuestro ser como venidas del mismo Dios: «No llores». Dios nos quiere ver disfrutando por toda la eternidad a quienes la muerte nos ha separado.

    ANESTESIA

    Es increíble la necesidad que parece tener nuestra sociedad de exhibir trágicamente el sufrimiento humano en las primeras páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión.

    La fotografía de una mujer llorando a su marido enterrado en una mina, la imagen de un niño agonizando de hambre en cualquier país del Tercer Mundo o la de unos palestinos acribillados a balazos en su propio campo de refugio, se cotizan en muchos miles de dólares.

    Todos los días leemos las noticias más crueles y contemplamos imágenes de destrucciones en masa, asesinatos, catástrofes, muertes de víctimas inocentes, mientras seguimos despreocupadamente nuestra vida.

    Se diría que hasta nos dan una «cierta seguridad», pues nos parece que esas cosas siempre pasan a otros. Todavía no ha llegado nuestra hora. Nosotros podemos seguir disfrutando de nuestro fin de semana y haciendo planes para las vacaciones del verano.

    Cuando la tragedia es más cercana y el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, nos inquietamos más, no nos sentimos cómodos, no sabemos como eludir la situación para poder encontrar de nuevo la tranquilidad perdida.

    Porque, con frecuencia, es eso lo que buscamos. Recuperar nuestra pequeña tranquilidad. A ratos, deseamos que desaparezcan el hambre y la miseria en el mundo. Pero simplemente para que no nos molesten demasiado. Deseamos que nadie sufra junto a nosotros, sencillamente porque no queremos ver amenazada nuestra pequeña felicidad diaria.

    De mil maneras, nos esforzamos por eludir el sufrimiento, anestesiar nuestro corazón ante el dolor ajeno y permanecer distantes de todo lo que puede turbar nuestra paz.

    La actitud de Jesús nos desenmascara y nos descubre que nuestro nivel de humanidad es terriblemente bajo.

    Jesús es alguien que vive con gozo profundo la vida de cada día. Pero su alegría no es fruto de una cuidada evasión del sufrimiento propio o ajeno. Tiene su raíz en la experiencia gozosa de Dios como Padre acogedor y salvador de todos los hombres.

    Por eso, su alegría no es una anestesia que le impide ser sensible al dolor que le rodea.

    Cuando Jesús ve a una madre llorando la muerte de su hijo único, no se escabulle calladamente. Reacciona acercándose a su dolor como hermano, amigo, sembrador de paz y de vida.

    En Jesús vamos descubriendo los creyentes que sólo quien tiene capacidad de gozar profundamente del amor del Padre a los pequeños, tiene capacidad de sufrir con ellos y aliviar su dolor.

    Quien sigue las huellas de Jesús siempre será una persona feliz a quien le falta todavía la felicidad de los demás.

    EL SUFRIMIENTO HA DE SER TOMADO EN SERIO

    Jesús llega a Naín cuando en la pequeña aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a enterrar a su único hijo.

    En pocas palabras, Lucas nos ha descrito la trágica situación de la mujer. Es una viuda, sin esposo que la cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los varones. Le quedaba solo un hijo, pero también éste acaba de morir. La mujer no dice nada. Solo llora su dolor. ¿Qué será de ella?

    El encuentro ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de Dios. ¿Cuál será su

    reacción? Según el relato, “el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores”. Es difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.

    No conoce a la mujer, pero la mira detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El

    abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata: “No llores”. Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.

    No lo piensa dos veces. Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate”.

    Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús “lo entrega a su madre” para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.

    Todo parece sencillo. El relato no insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.

    En la Iglesia hemos de recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

    Esta compasión es hoy más necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta antes que el

    sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.

    Difunde la bendición de Jesús. Pásalo

    También el de Kamiano:

    Jesús siente lástima, se duele del dolor, de la muerte de los débiles y pequeños, de los que no cuentan, porque parecen ser de tercera o cuarta (el Tercer Mundo…). El mundo se duele de países como Siria, Libia, Malasia, Palestina, Congo… y de tantos otros donde la oscuridad de la violencia campea a sus anchas. Nosotros nos dolemos del dolor que tenemos cerca, del amigo que lucha por su enfermedad, de la mujer recién parida que no tiene qué dar a su bebé o de la que recorres las calles para encontrar algo con lo que echar hacia delante a su familia.

    Jesús siente lástima y actúa. Dice al muchacho, hijo de la viuda de Naín: “¡Levántate!”. Levantémonos a la voz de Jesús, a la escucha de su Palabra, al latido de sus bienaventuranzas. Lloremos con el mundo pero luego atendamos al que continuamente no invita a continuar viviendo, generando vida, luchando por ella de una manera comprometida y digna.

    Lloremos y levantémonos, compartamos y ayudemos, siendo compasivos y compañeros de camino.

    Os dejo dos dibujos. El del domingo y el de la Pascua de Resurrección de 2011 como homenaje a Juanan.

    Fraternalmente.-[/align]

    #18751
    Anónimo
    Inactivo

    [align=justify]Os dejo los comentarios al Evangelio. En esta semana en que hemos sufrido la pérdida de un magnífico HERMANO COFRADE (con mayúsculas, pues Juanan lo merecía) y MEJOR PERSONA (también mayúsculas) las palabras que nos dirige José Antonio Pagola a cuenta del Evangelio dominical adquieren otro significado mucho más profundo y existencial

    PERDER AL SER QUERIDO

    Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida como la pérdida de un ser querido. El amor no es eterno. La amistad no es para siempre. Tarde o temprano llega el momento del adiós. Y de pronto todo se nos hunde. Impotencia, pena, desconsuelo; nuestra vida ya no podrá ser nunca como antes. ¿Cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida?

    Lo primero es recordar que liberarnos del dolor no quiere decir olvidar al ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es una deshonra ni una ofensa a quien se nos ha muerto. De alguna manera, esa persona vive en nosotros. Su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo largo de los años. Ahora hemos de seguir viviendo.

    Hemos de elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; sentirnos víctimas o mirar hacia adelante con confianza. El pasado ya no puede cambiar. Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar. Reiniciar las actividades abandonadas; proponernos vivir una hora, esta tarde, un día, sin mirar con angustia nuestro futuro incierto.

    Tal vez por dentro se nos acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos al ser querido. Momentos de gozo y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas; penas compartidas, proyectos que han quedado a medias. Cómo ayuda entonces poder comunicar lo que sentimos a una persona amiga; poder llorar con alguien que comprende nuestro desconsuelo.

    Puede brotar también en nosotros el sentimiento de culpa. Ahora que hemos perdido a esa persona nos damos cuenta de que no siempre la hemos comprendido, que la podíamos haber querido mejor. No es justo torturarnos por errores cometidos en el pasado. Solo sirve para deprimimos. Es verdad que nuestro amor siempre es imperfecto. Ahora lo importante es perdonamos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios.

    A veces no es fácil recuperarse. La ausencia del ser querido nos pesa demasiado, y la pena se apodera de nosotros una y otra vez. Puede ser el momento de acudir a la propia fe. Desahogarnos con Dios no es pecado. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende. Cuántos creyentes han encontrado de nuevo la fuerza y la paz en esa oración: «No sé lo que hubiera hecho si no hubiera tenido fe»; «Dios me está dando la fuerza que necesito».

    El evangelista Lucas nos describe una escena conmovedora que invita a despertar nuestra fe. Al acercarse a la pequeña aldea de Naín, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido a su hijo único, al que llevan a enterrar. Al verla, Jesús se conmueve. Y de sus labios salen dos palabras que hemos de escuchar desde lo más hondo de nuestro ser como venidas del mismo Dios: «No llores». Dios nos quiere ver disfrutando por toda la eternidad a quienes la muerte nos ha separado.

    ANESTESIA

    Es increíble la necesidad que parece tener nuestra sociedad de exhibir trágicamente el sufrimiento humano en las primeras páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión.

    La fotografía de una mujer llorando a su marido enterrado en una mina, la imagen de un niño agonizando de hambre en cualquier país del Tercer Mundo o la de unos palestinos acribillados a balazos en su propio campo de refugio, se cotizan en muchos miles de dólares.

    Todos los días leemos las noticias más crueles y contemplamos imágenes de destrucciones en masa, asesinatos, catástrofes, muertes de víctimas inocentes, mientras seguimos despreocupadamente nuestra vida.

    Se diría que hasta nos dan una «cierta seguridad», pues nos parece que esas cosas siempre pasan a otros. Todavía no ha llegado nuestra hora. Nosotros podemos seguir disfrutando de nuestro fin de semana y haciendo planes para las vacaciones del verano.

    Cuando la tragedia es más cercana y el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, nos inquietamos más, no nos sentimos cómodos, no sabemos como eludir la situación para poder encontrar de nuevo la tranquilidad perdida.

    Porque, con frecuencia, es eso lo que buscamos. Recuperar nuestra pequeña tranquilidad. A ratos, deseamos que desaparezcan el hambre y la miseria en el mundo. Pero simplemente para que no nos molesten demasiado. Deseamos que nadie sufra junto a nosotros, sencillamente porque no queremos ver amenazada nuestra pequeña felicidad diaria.

    De mil maneras, nos esforzamos por eludir el sufrimiento, anestesiar nuestro corazón ante el dolor ajeno y permanecer distantes de todo lo que puede turbar nuestra paz.

    La actitud de Jesús nos desenmascara y nos descubre que nuestro nivel de humanidad es terriblemente bajo.

    Jesús es alguien que vive con gozo profundo la vida de cada día. Pero su alegría no es fruto de una cuidada evasión del sufrimiento propio o ajeno. Tiene su raíz en la experiencia gozosa de Dios como Padre acogedor y salvador de todos los hombres.

    Por eso, su alegría no es una anestesia que le impide ser sensible al dolor que le rodea.

    Cuando Jesús ve a una madre llorando la muerte de su hijo único, no se escabulle calladamente. Reacciona acercándose a su dolor como hermano, amigo, sembrador de paz y de vida.

    En Jesús vamos descubriendo los creyentes que sólo quien tiene capacidad de gozar profundamente del amor del Padre a los pequeños, tiene capacidad de sufrir con ellos y aliviar su dolor.

    Quien sigue las huellas de Jesús siempre será una persona feliz a quien le falta todavía la felicidad de los demás.

    EL SUFRIMIENTO HA DE SER TOMADO EN SERIO

    Jesús llega a Naín cuando en la pequeña aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a enterrar a su único hijo.

    En pocas palabras, Lucas nos ha descrito la trágica situación de la mujer. Es una viuda, sin esposo que la cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los varones. Le quedaba solo un hijo, pero también éste acaba de morir. La mujer no dice nada. Solo llora su dolor. ¿Qué será de ella?

    El encuentro ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de Dios. ¿Cuál será su

    reacción? Según el relato, “el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores”. Es difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.

    No conoce a la mujer, pero la mira detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El

    abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata: “No llores”. Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.

    No lo piensa dos veces. Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate”.

    Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús “lo entrega a su madre” para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.

    Todo parece sencillo. El relato no insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.

    En la Iglesia hemos de recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

    Esta compasión es hoy más necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta antes que el

    sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.

    Difunde la bendición de Jesús. Pásalo

    También el de Kamiano:

    Jesús siente lástima, se duele del dolor, de la muerte de los débiles y pequeños, de los que no cuentan, porque parecen ser de tercera o cuarta (el Tercer Mundo…). El mundo se duele de países como Siria, Libia, Malasia, Palestina, Congo… y de tantos otros donde la oscuridad de la violencia campea a sus anchas. Nosotros nos dolemos del dolor que tenemos cerca, del amigo que lucha por su enfermedad, de la mujer recién parida que no tiene qué dar a su bebé o de la que recorres las calles para encontrar algo con lo que echar hacia delante a su familia.

    Jesús siente lástima y actúa. Dice al muchacho, hijo de la viuda de Naín: “¡Levántate!”. Levantémonos a la voz de Jesús, a la escucha de su Palabra, al latido de sus bienaventuranzas. Lloremos con el mundo pero luego atendamos al que continuamente no invita a continuar viviendo, generando vida, luchando por ella de una manera comprometida y digna.

    Lloremos y levantémonos, compartamos y ayudemos, siendo compasivos y compañeros de camino.

    Os dejo dos dibujos. El del domingo y el de la Pascua de Resurrección de 2011 como homenaje a Juanan.

    Fraternalmente.-[/align]

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