Inicio Foros Formación cofrade Evangelio Dominical y Festividades Evangelio del domingo 13/05/2012

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    Anónimo
    Inactivo

    6º Domingo de Pascua.

    Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos

    Lectura del santo evangelio según san Juan 15, 9-17

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

    – «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.

    Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.

    Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.

    Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

    Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

    Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.

    Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

    No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.

    De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.

    Esto os mando: que os améis unos a otros.»

    Palabra del Señor.

    #12252
    Anónimo
    Inactivo

    Os adjunto los comentarios:

    ALIVIAR

    Curó a muchos enfermos

    [align=justify]La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo.

    Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden.

    De poco sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?

    Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos. Hay que estar cerca.

    Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a luchar contra el dolor. Darle fuerza para que colabore con los que tratan de curarlo.

    Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No incomodarnos ante su irritabilidad.

    Tener paciencia. Permanecer junto a él.

    Es importante escuchar. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas.

    La verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se queja. «Ánimo», «resignación»… son palabras inútiles cuando hay dolor. De nada sirven consejos, razones o explicaciones doctas. Sólo la comprensión de quien acompaña con cariño y respeto alivia. La persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes sanas y positivas o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces necesitará ayuda para mantener una actitud positiva, para confiar y colaborar con los que le atienden, para no encerrarse solo en sus problemas, para tener paciencia consigo mismo o para ser agradecido.

    El enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo mismo, curar las heridas del pasado, dar un sentido más hondo a su dolor, purificar su relación con Dios. El creyente puede ayudarle a orar, a vivir con paz interior, a creer en el perdón y confiar en su amor salvador.

    El evangelista Marcos nos dice que las gentes llevaban sus enfermos y poseídos hasta Jesús.

    Él sabía acogerlos con cariño, despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.

    DEL MIEDO AL AMOR

    Permaneced en mi amor

    No se trata de una frase más. Este mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor».

    Estamos tocando aquí el corazón mismo de la fe cristiana, el criterio último para discernir su verdad.

    Únicamente «permaneciendo en el amor», podemos caminar en la verdadera dirección.

    Olvidar este amor es perderse, entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo desde su raíz.

    Y sin embargo, no siempre hemos permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay todavía demasiado temor, demasiada falta de alegría y espontaneidad filial con Dios. La teología y la predicación que ha alimentado a esos cristianos ha olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva y contagiosa que tuvo el cristianismo.

    Aquello que un día fue Buena Noticia (eu-angellion) porque anunciaba a las gentes «el amor increíble» de Dios, se ha convertido para bastantes en la mala noticia (dis-angellion) de un Dios amenazador que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser, no deja vivir.

    Sin embargo, la fe cristiana sólo puede ser vivida sin traicionar su esencia como experiencia positiva, confiada y gozosa. Por eso, en un momento en que muchos aban este abandono y junto a otros factores nada legítimos, no se esconde una reacción colectiva contra un estado de cosas que se intuye poco fiel al evangelio.

    La aceptación de Dios o su rechazo se juegan, en gran parte, en el modo cómo le sintamos a Dios de cara a nosotros. Si le percibimos sólo como vigilante implacable de nuestra conducta, haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como padre que impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más grandes que la Iglesia puede hacer al hombre de hoy es ayudarle a pasar del miedo al amor de Dios.

    Sin duda, hay un temor a Dios que es sano y fecundo. La escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el temor a malograr nuestra vida encerrándonos en la propia mediocridad.

    Un temor que despierta al hombre de la superficialidad, y le hace volver hacia Dios.

    Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios haciéndolo inhumano. Un miedo destructivo, sin fundamento real, que ahoga la vida y el crecimiento sano de la persona.

    Para muchos, éste puede ser el cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios que no engendra sino angustia y rechazo más o menos disimulado, a una confianza en él, que hace brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a la plenitud»[/align]

    También el de Patxi

    [align=justify]La razón de nuestra alegría es el amor hasta el extremo que Jesús ha manifestado por nosotros. No hay amor más grande. La fidelidad, la reciprocidad, el permanecer conectados como el sarmiento a la vid es la respuesta que podemos dar ante tanta desmesura. Llamados a amar y a permanecer en el Amor de Cristo, en su amistad, es nuestra vocación y misión. Quien vive pendiente de alegrías externas, eventuales, dependientes de éxitos y valoraciones externas, no conoce el significado de la esencia de la alegría. Solo podemos conocer la alegría verdadera por la manifestación que nos hace Jesús de su amor. Ante tanto amor, solo cabe que brote en el interior una fuente que, gracias al bautismo, salta hasta la vida eterna. Una fuente que no se agota y que empapa la existencia de ganas de entregarse y vivir unidos, como hermanos, a la vid.

    Padre, Hijo y Espíritu viven unidos a una humanidad que, en los más pequeños, nos muestra la grandeza del amor y de vivir unidos al abrazo de Dios.[/align]

    #18305
    Anónimo
    Inactivo

    Os adjunto los comentarios:

    ALIVIAR

    Curó a muchos enfermos

    [align=justify]La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo.

    Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden.

    De poco sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?

    Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos. Hay que estar cerca.

    Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a luchar contra el dolor. Darle fuerza para que colabore con los que tratan de curarlo.

    Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No incomodarnos ante su irritabilidad.

    Tener paciencia. Permanecer junto a él.

    Es importante escuchar. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas.

    La verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se queja. «Ánimo», «resignación»… son palabras inútiles cuando hay dolor. De nada sirven consejos, razones o explicaciones doctas. Sólo la comprensión de quien acompaña con cariño y respeto alivia. La persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes sanas y positivas o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces necesitará ayuda para mantener una actitud positiva, para confiar y colaborar con los que le atienden, para no encerrarse solo en sus problemas, para tener paciencia consigo mismo o para ser agradecido.

    El enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo mismo, curar las heridas del pasado, dar un sentido más hondo a su dolor, purificar su relación con Dios. El creyente puede ayudarle a orar, a vivir con paz interior, a creer en el perdón y confiar en su amor salvador.

    El evangelista Marcos nos dice que las gentes llevaban sus enfermos y poseídos hasta Jesús.

    Él sabía acogerlos con cariño, despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.

    DEL MIEDO AL AMOR

    Permaneced en mi amor

    No se trata de una frase más. Este mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor».

    Estamos tocando aquí el corazón mismo de la fe cristiana, el criterio último para discernir su verdad.

    Únicamente «permaneciendo en el amor», podemos caminar en la verdadera dirección.

    Olvidar este amor es perderse, entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo desde su raíz.

    Y sin embargo, no siempre hemos permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay todavía demasiado temor, demasiada falta de alegría y espontaneidad filial con Dios. La teología y la predicación que ha alimentado a esos cristianos ha olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva y contagiosa que tuvo el cristianismo.

    Aquello que un día fue Buena Noticia (eu-angellion) porque anunciaba a las gentes «el amor increíble» de Dios, se ha convertido para bastantes en la mala noticia (dis-angellion) de un Dios amenazador que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser, no deja vivir.

    Sin embargo, la fe cristiana sólo puede ser vivida sin traicionar su esencia como experiencia positiva, confiada y gozosa. Por eso, en un momento en que muchos aban este abandono y junto a otros factores nada legítimos, no se esconde una reacción colectiva contra un estado de cosas que se intuye poco fiel al evangelio.

    La aceptación de Dios o su rechazo se juegan, en gran parte, en el modo cómo le sintamos a Dios de cara a nosotros. Si le percibimos sólo como vigilante implacable de nuestra conducta, haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como padre que impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más grandes que la Iglesia puede hacer al hombre de hoy es ayudarle a pasar del miedo al amor de Dios.

    Sin duda, hay un temor a Dios que es sano y fecundo. La escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el temor a malograr nuestra vida encerrándonos en la propia mediocridad.

    Un temor que despierta al hombre de la superficialidad, y le hace volver hacia Dios.

    Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios haciéndolo inhumano. Un miedo destructivo, sin fundamento real, que ahoga la vida y el crecimiento sano de la persona.

    Para muchos, éste puede ser el cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios que no engendra sino angustia y rechazo más o menos disimulado, a una confianza en él, que hace brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a la plenitud»[/align]

    También el de Patxi

    [align=justify]La razón de nuestra alegría es el amor hasta el extremo que Jesús ha manifestado por nosotros. No hay amor más grande. La fidelidad, la reciprocidad, el permanecer conectados como el sarmiento a la vid es la respuesta que podemos dar ante tanta desmesura. Llamados a amar y a permanecer en el Amor de Cristo, en su amistad, es nuestra vocación y misión. Quien vive pendiente de alegrías externas, eventuales, dependientes de éxitos y valoraciones externas, no conoce el significado de la esencia de la alegría. Solo podemos conocer la alegría verdadera por la manifestación que nos hace Jesús de su amor. Ante tanto amor, solo cabe que brote en el interior una fuente que, gracias al bautismo, salta hasta la vida eterna. Una fuente que no se agota y que empapa la existencia de ganas de entregarse y vivir unidos, como hermanos, a la vid.

    Padre, Hijo y Espíritu viven unidos a una humanidad que, en los más pequeños, nos muestra la grandeza del amor y de vivir unidos al abrazo de Dios.[/align]

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