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30 octubre, 2015 a las 16:22 #9429
Anónimo
Inactivo[align=justify]Os dejo una charla que dio el Padre Viejo, dominico y exprofesor universitario en Roma, en el Monasterio de Vico en la semana de San Mateo. Merece la pena una lectura atenta y reposada.[/align] [align=justify]«QUIEN ESCUCHA MIS PALABRASY LAS PONE EN PRÁCTICA…»
(Mt 7,24)
[/align]
Introducción[align=justify]Al ver Jesús el gentío, subió al monte (Mt 5,1); al bajar Jesús del monte, lo siguiómucha gente (Mt 8,1). Entre estas dos frases el evangelista Mateo ha colocado el famoso
«sermón de la montaña», que comprende precisamente los capítulos 5-6-7 de su
evangelio. El discurso o sermón de Jesús comienza con las «Bienaventuranzas» (Mt 5,3-
12; cf. Lc 6,20-23), y a continuación encontramos muchas «instrucciones» dadas por
Jesús a propósito de diferentes aspectos de la vida. A la muchedumbre que lo escucha,
Jesús les dice que son «la sal de la tierra» (Mt 5,13) y «la luz del mundo» (Mt 5,14-16),
para continuar explicando cúal es su papel respecto de la Ley, puesto que Jesús ha
venido al mundo para dar pleno cumplimiento a la Ley (Mt 5,17-20), y, sin embargo, en
seis ocasiones, después de haber formulado otros tantos mandamientos de la Ley, Jesús
añade: «Pero yo os digo» (vv. 22.28.32.34.39.44), completando el capítulo quinto con
palabras: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).
El capítulo sexto de Mateo continúa con el tono de las instrucciones de Jesús a
propósito de la limosna (6,1-4) y de la oración (6, 5-
; a esto sigue la formuñación del
«Padre nuestro» (Mt 6,9-15; cf. Lc 11,2-4), y después lo que se refiere al ayuno (Mt 6,16-
18), al verdadero tesoro (6,19-21), a la lámpara del cuerpo, que es el ojo (6,25-34; cf. Lc
12,22-31), con las palabras conclusivas: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana
traerá su propio agobio. A cada día le basta su preocupación (Mt 6,34).
El capítulo séptimo de Mateo completa las instrucciones de Jesús en el monte, y se
refieren concretamente a los juicios (Mt 7,1-5; cf. Lc 6,37-38.41-42; Mc 4,24), las cosas
santas (Mt 7,6), la eficacia de la oración (7,7-11), a lo que sigue la formulación típica de
Jesús conocida como la regla de oro: Todo lo que queráis que haga la gente con
vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12; cf. Lc
6,31). El discurso de Jesús continúa con el tema de las dos puertas (7,13-1-4), el de los
falsos profetas (7,15-20) y el de los verdaderos discípulos (7,21-27). La conclusión del
capítulo séptimo y también la conclusión del discurso de Jesús en el monte es la
siguiente: Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza,
porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas (Mt 7,28-29).
I. La gente y los discípulos de Jesús: no tienen que juzgar a nadieLa primera cosa que enseña el Señor en el capítulo séptimo, que es el que
comentamos, es que sus discípulos no tienen que juzgar a nadie; si lo hacen, caen en el
juicio de Dios (leer Mt 7,1-6). Juzgar es ponerse como criterio personal, sea para juzgarse
a sí mismo o para juzgar a los demás. El discípulo y la discípula de Jesús ya no deben
ver, observar, juzgar ni siquiera a sí mismos y mucho menos a los demás, sino ver solo a
Jesús y ser vistos y juzgados por Jesús, siendo objeto de gracia. Lo había entendido muy
bien san Pablo, que escribe a los Corintios (1 Cor 4,1-5):
1 Que la gente solo vea en nosotros servidores de Dios y administradores de los misterios de
Dios. 2 Ahora, lo que se busca en los administradores es que sean fieles. 3 Para mí lo de menos
es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. 4 La
conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el
Señor. 5 Así, pues, no juzguéis antes de tiempo, dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que
esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno
recibirá de Dios lo que merece (1 Cor 4,1-5).
Estas palabras de san Pablo son de profundo significado además de ser
importantes para los discípulos de Jesucristo. Nuestra tarea es subordinada, porque
somos «siervos» de Cristo, «administradores» de los misterios de Dios. Tal misión no nos
autoriza a ponernos por encima de nadie como jueces. San Pablo ha llegado a superar
los juicios de la gente sobre él: «Para mí lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros
o un tribunal humano», para añadir a continuación: «ni siquiera yo me pido cuentas», y
explotar con un grito de alegría: «mi juez es el Señor».
Esta conciencia manifiesta la libertad cristiana y la verdadera humildad del
discípulo de Jesucristo, y por lo tanto objeto de su gracia. Si nosotros consideramos a las
demás personas simplemente a nivel humano, esto quiere decir que Jesucristo no cuenta
para nosotros, que no lo tomamos en consideración, puesto que nos quedamos
exclusivamente en el nivel humano. Por el contrario, nuestro encuentro con las demás
personas tiene que ser el resultado y la maravillosa experiencia de constatar que
encontramos a los demás solo porque nos dirigimos hacia ellos, no por nuestra cuenta,
sino «junto con Jesucristo», tratando de cumplir la misión que Jesucristo nos confía.
Ser discípulos de Jesucristo no significa encontrarnos en una posición tal que
podamos atacar a los demás, sino más bien vivir en la verdad del amor de Dios, que nos
mueve hacia los demás, junto con El, con la oferta incondicionada de amor y de
comunión. Ir hacia los demás con tal actitud no es fruto de nuestra humanidad ni de
nuestra buena voluntad, sino obra del Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo que habita en
nosotros.
Cuando por el contrario juzgamos a los demás, nos consideramos superiores, en
posesión de un criterio que nos permitiría la observación, la reflexión y por lo tanto el
juicio. El amor cristiano, sin embargo, no deja lugar ni tiempo para estas cosas. Para la
persona que ama, las otras personas nunca debieran ser objeto de un juicio, sino más
bien la ocasión, el momento de gracia para poner en acto el amor que Dios ha derramado
en nuestros corazones, y por lo tanto para acercarme a los demás con una actitud de
servicio y de sincera humildad.
Podríamos preguntarnos: el error y la maldad del otro, ¿no me obligan a una
necesaria condena, para que el otro aprenda, y esto precisamente hecho por amor hacia
el otro? La cuestión es muy sutil, porque un amor malentendido hacia el pecador podría
llevarnos a justificar su pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica, a propósito del
pecado mortal, afirma que «nuestra libertad tiene el poder de tomar decisiones definitivas,
irreversibles» (CIC 1861), y añade una indicación que considero totalmente necesaria:
«Sin embargo, si bien podemos juzgar que un acto es en sí una culpa grave, tenemos que
dejar el juicio sobre las personas a la justicia y a la misericordia de Dios» (CIC 1861). El
«juicio sobre las personas» no es cosa nuestra, puesto que nos arriesgamos a mezclar el
pecado con el pecador, y condenando el pecado condenaríamos también al pecador. Tal
posibilidad se excluye en Jesucristo, porque el amor del Señor por el pecador es de por sí
condena del pecado. Así es como constatamos que el amor incondicionado que tiene que
mover a los discípulos de Jesús da como resultado algo que no depende solamente de
nosotros. Si juzgáramos a los demás estableceríamos criterios de medida del bien y del
mal. Jesucristo, por el contrario, no es un criterio de medida que yo pueda aplicar a los
demás, sino que Jesucristo es quien me juzga a mí y quien me hace saber que lo que yo
considero «mi» bien no es sino mal. Además, juzgando a los demás atraigo el juicio de
Dios, porque en este caso ya no vivo de la gracia de Jesucristo, sino del pretendido
conocimiento del bien y del mal.
El cristianismo no es cuestión de juzgar a los demás sino más bien de amar a
todos. El amor no me impide tener mis ideas sobre los demás y darme cuenta de sus
errores, pero todo esto queda superado cuando el prójimo se convierte para mí en
ocasión para ejercitar tanto el amor como el perdón, mirándome en el amor
incondicionado de Jesucristo. Cuando nos reservamos el juicio sobre los demás no es
que estemos dando la razón ni a los demás ni a nosotros mismos, sino solamente a Dios,
anunciando su gracia y su juicio.
A propósito del juicio sobre los demás sería interesante considerar lo que nos
sucede a nosotros cuando somos juzgados por los demás, sí, cuando nosotros somos
objeto del juicio de otras personas y tal juicio nos es conocido. ¿Cómo nos sentimos?
II. Fuerza y debilidad de la Palabra de Dios: la oraciónA sus discípulos Jesús les recuerda que no deben juzgar a los demás, y también
constatamos que el anuncio de la Palabra que salva tiene sus límites, aunque esto
pudiera sorprendernos. El discípulo de Jesús no tiene el derecho ni el poder para obligar a
los demás a aceptar la Palabra que salva, el Evangelio. Presiones y proselitismo son
vanos y peligrosos, pues ponen de manifiesto la intención de realizar algo con las propias
fuerzas humanas: vanos, porque los cerdos no reconocen ni aprecian las perlas que les
echamos (cf. Mt 7,6); peligrosos, porque los discípulos se arriesgan a ser golpeados por
quienes tienen endurecido el corazón, ya que son como ovejas en medio de lobos (cf. Mt
10,16). Esta es la realidad anunciada por Jesús cuando invita a los discípulos a sacudir
hasta el polvo de sus pies allí donde la Palabra de vida y de paz no encuentre acogida (cf.
Mt 10,11-15).
El activismo del grupo de los discípulos, que no quiere reconocer los límites de la
propia actividad, así como también el celo que no tenga en cuenta la resistencia ajena,
confunden la Palabra del Evangelio con una idea que tendría que ser capaz de imponerse
a todos. Precisamente aquí radica la dificultad para los predicadores cristianos. Lo que
entendemos como «la Palabra del Evangelio» no es un conjunto de ideas o de
programas, más o menos sugestivos, sino que se trata de la persona misma de
Jesucristo, la Palabra encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Jesucristo es mucho
más que una idea. La idea exige personas fanáticas, que ignoren o no se preocupen de
las dificultades que encuentran ni de la oposición que otras personas puedan presentar.
Lo sabemos: la idea es fuerte, como demuestran los debates políticos, donde cada
candidato parece poder atraer, encantar, seducir a los oyentes con la presentación de sus
ideas o programas. ¡La idea, el programa! La Palabra de Dios por el contrario, es decir, la
persona de Jesucristo, se ha manifestado de una manera tan débil que ha sido
despreciada y rechazada por los hombres. Para la Palabra, para Jesucristo, existen
corazones endurecidos y puertas cerradas, tal como recuerda el Apocalipsis: «Mira, estoy
de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y
cenaremos juntos» (Ap 3,20). La Palabra de Dios, es decir, Jesucristo, toma nota de la
resistencia que encuentra y la sufre, hablando a modo humano. Podemos recordar su
lamento frente a la ciudad santa: «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y
apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la
gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, pero no habéis querido» (Mt 23,27).
Resulta dura esta constatación, pero la Palabra de Dios es más débil que una idea;
para la idea nada hay imposible, sin embargo, para la Palabra de Dios, para Jesucristo,
para su Evangelio, hay cosas imposibles. Esto quiere decir que los testigos de la Palabra,
teniendo que predicarla a los demás son más débiles que los propagandistas de una idea.
Esta es la paradoja: en la debilidad que lleva consigo la Palabra de Dios quedan liberados
de la inquietud de los fanáticos, y sufren, con la Palabra, con Jesucristo. Los discípulos de
Jesús no somos más que servidores e instrumentos de la Palabra, y no tenemos que
empeñarnos por ser fuertes allí donde la Palabra quiere ser débil. Los discípulos que no
se dieran cuenta de esta debilidad de la Palabra, tampoco reconocerán el misterio de la
humildad de la Palabra, es decir, de Jesucristo, que se humilló hasta la muerte en la cruz.
La Palabra de Dios, Jesucristo, capaz de padecer la oposición de los pecadores, es
en efecto la única Palabra fuerte y misericordiosa, que convierte a los pecadores en la
profundidad del corazón. La fuerza de la Palabra de Dios está velada en la debilidad. Esta
fue también la experiencia de san Pablo, como escribe a los Corintios de haber suplicado
al Señor en tres ocasiones que alejara de él «la espina» que lo maltrataba, hasta que oyó
lo que el Señor le dijo: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9). Pablo comenta a continuación:
«Así que muy a gusto me glorío en mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de
Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las
preocupaciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces
soy fuerte» (2 Cor 12,9-10).
¿Quién de nosotros imagina poder decir una cosa parecida? ¿Quién se atreverá a
presumir de su debilidad, de las dificultades, de los insultos, de las persecuciones? De
todo esto tratamos de escapar lo antes posible. Sufrimos cuando los demás no nos
consideran ni aprecian nuestros talentos y ni siquiera nuestra buena voluntad. La
experiencia cristiana sin embargo es la de san Pablo: «cuando soy débil, entonces soy
fuerte». Pero todo esto se entiende solamente desde el punto de vista indicado por san
Pablo: «en Cristo», «por Cristo».
Hemos dicho que la fuerza de la Palabra de Dios se esconde en la debilidad. Si la
Palabra se presentase al descubierto con su fuerza, eso sería el juicio final. Pues bien,
esto es lo que tenemos que hacer los discípulos de Jesús: hacernos cargo de los límites
de nuestra misión. La pregunta es fuerte: ¿qué tenemos que hacer ante un corazón
endurecido, cerrado?, ¿qué hacer cuando no conseguimos entrar en comunicación con
los demás? La primera cosa que tenemos que hacer es caer en la cuenta de que los
discípulos de Jesús no tenemos ningún derecho ni poder sobre los demás, sobre nadie.
Esta es la sencilla constatación de la realidad, puesto que nuestra misión no consiste en
dominar a las personas, sino más bien en ponernos a su servicio incluso cuando nos
rechazan (cf. 1 P 5,2-3). Y no todo termina aquí, puesto que como discípulos de
Jesucristo tenemos que aprender continuamente del Maestro de los maestros, lo que
significa que hemos de ponernos en actitud de escucha de la Palabra, lo significa
simplemente intensificar la calidad de nuestra oración. Digo calidad, no más tiempo ni
más cantidad de oraciones.
Esto es lo que tenemos que aprender y practicar. La verdadera preocupación por
los demás nos tiene que llevar a la oración intensa, llamando, buscando, y el Señor
escuchará, pues el único camino válido hacia los demás es la oración dirigida a Dios, la
oración que excluye nuestro «yo», con sus criterios y programas, con sus deseos y
tiempos y con sus buenas intenciones. Todo está en las manos de Dios, tanto el juicio
como la remisión, el perdón y la misericordia. Los discípulos de Jesús no tenemos más
poder que el de la oración. Ningún derecho y ninguna fuerza en relación con los demás,
sino es la oración. Por ser discípulos de Jesús estamos llamados a vivir en todo y por todo
de la fuerza de la comunión con Jesús, que nos asegura, advirtiéndonos: «Sin mí no
podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Jesús nos da una indicación sencilla, gracias a la cual todos podemos verificar si la
relación con los demás es correcta o equivocada. Se trata de invertir la relación que
normalmente utilizamos. Cuando pensamos en la relación «yo-tú» pensamos que el «tú»
tengamos que referirlo al prójimo, es decir, entendemos el «tú» como nuestro prójimo,
precisamente a partir de nuestro «yo». Lo que el Señor quiere es otra cosa, para que todo
funcione bien; se trata de pensar al «tú» refiriéndolo a Jesucristo, y no más al prójimo.
Más aún, la cosa interesante está en que normalmente pensamos al «yo» refiriéndolo
claramente a cada uno de nosotros, cada cual con su «yo» por todas partes. Pues bien, el
verdadero «YO» no somos ninguno de nosotros, sino que tiene que ser, finalmente,
Jesucristo, el único que puede decir con absoluta certeza: «YO soy el camino y la verdad
y la vida. Nadie va al Padre si no por mí» (Jn 14,6).
ConclusiónEl relato del discurso de Jesús en el monte concluye con la siguiente constatación
por parte de Mateo: «Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su
enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).
Jesús por lo tanto tiene autoridad por encima de los escribas, y esto quiere decir que sus
palabras hemos de tomarlas en serio, y no pueden dejarnos indiferentes. Por eso el Señor
avisa del peligro de no tomar en serio sus palabras: «El que escucha estas palabras mías
y no las pone en práctica, se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre la
arena…» (Mt 7,26-27). A esta actitud «necia» se opone cuanto el Señor afirma: «El que
escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente
que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los
vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre
roca» (Mt 7,24-25).
«Lluvia, ríos, vientos» son sinónimos de todas las dificultades que se encuentran a
lo largo del camino de la vida, y también de la vida cristiana, y que no podrán derribar a la
persona que se ha entregado decididamente a la Palabra de Dios, es decir, a Jesucristo,
que es la «roca» (cf. 1 Cor 10,4; Ef 2,20; 1 P 2,6.7). Por eso Jesús no deja su Palabra al
arbitrio de la gente que lo escucha, con el peligro de que tal Palabra sea alterada con
interpretaciones humanas, sino que Jesús nos entrega su Palabra como la única que
merece la pena, la única realidad que tiene que tener poder sobre nosotros y, mejor dicho,
«en nosotros». Desde un punto de vista humano, el que tantas veces predomina en
nosotros, tenemos muchas posibilidades para comprender y para explicar el sermón de la
montaña. Ahora bien, Jesucristo nos da a entender que, en realidad, no hay más que una
posibilidad, la de escuchar su Palabra, acogerla y cumplirla poniéndola en práctica.
Solamente así se escucha la Palabra de Jesús.
Quien se relacione con la Palabra de Jesús de otra manera que no sea a través de
ponerla en práctica, estará diciendo que Jesús es un mentiroso y diciendo no al sermón
de la montaña y, en definitiva, no hará suya la Palabra de Jesús, porque no la escucha
como se debe escuchar. El joven rico (cf. Mt 19,16-22), el doctor de la ley (cf. Mt 22,34-
40), son buenos ejemplos de cómo tenemos que escuchar la Palabra de Jesús. Estas
personas no la acogieron, y no acoger la Palabra de Jesús quiere decir no estar seguros
en el momento de la tempestad, de la prueba, de la dificultad, y entonces nuestra casa
será derribada; entonces caeré en la cuenta de no haber creído jamás verdaderamente en
Jesús, porque no poseo su Palabra, sino una Palabra que había usurpado y de la que
indebidamente me había apropiado, estudiándola, discutiéndola, proponiéndola incluso a
otras personas, pero sin haberla acogido de veras, sin haberla cumplido personalmente.
«La gente estaba admirada de la enseñanza de Jesús». ¿Por qué? Sencillamente, el
Hijo de Dios había hablado y había tomado en sus manos el juicio del mundo, y en tal
juicio, sus discípulos estaban de su parte. Esto significa haber dejado nuestro «yo» para
abrazar plenamente conscientes y con confianza a Jesucristo, el único que tiene palabras
de vida eterna (cf. Jn 6,68) y que nos asegura: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9).
[/align] Fraternalmente.-[/align] -
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