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    [align=justify]Os dejo una charla que dio el Padre Viejo, dominico y exprofesor universitario en Roma, en el Monasterio de Vico en la semana de San Mateo. Merece la pena una lectura atenta y reposada.[/align]

    [align=justify]«QUIEN ESCUCHA MIS PALABRAS

    Y LAS PONE EN PRÁCTICA…»

    (Mt 7,24)[/align]
    Introducción

    [align=justify]Al ver Jesús el gentío, subió al monte (Mt 5,1); al bajar Jesús del monte, lo siguió

    mucha gente (Mt 8,1). Entre estas dos frases el evangelista Mateo ha colocado el famoso

    «sermón de la montaña», que comprende precisamente los capítulos 5-6-7 de su

    evangelio. El discurso o sermón de Jesús comienza con las «Bienaventuranzas» (Mt 5,3-

    12; cf. Lc 6,20-23), y a continuación encontramos muchas «instrucciones» dadas por

    Jesús a propósito de diferentes aspectos de la vida. A la muchedumbre que lo escucha,

    Jesús les dice que son «la sal de la tierra» (Mt 5,13) y «la luz del mundo» (Mt 5,14-16),

    para continuar explicando cúal es su papel respecto de la Ley, puesto que Jesús ha

    venido al mundo para dar pleno cumplimiento a la Ley (Mt 5,17-20), y, sin embargo, en

    seis ocasiones, después de haber formulado otros tantos mandamientos de la Ley, Jesús

    añade: «Pero yo os digo» (vv. 22.28.32.34.39.44), completando el capítulo quinto con

    palabras: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).

    El capítulo sexto de Mateo continúa con el tono de las instrucciones de Jesús a

    propósito de la limosna (6,1-4) y de la oración (6, 5-8); a esto sigue la formuñación del

    «Padre nuestro» (Mt 6,9-15; cf. Lc 11,2-4), y después lo que se refiere al ayuno (Mt 6,16-

    18), al verdadero tesoro (6,19-21), a la lámpara del cuerpo, que es el ojo (6,25-34; cf. Lc

    12,22-31), con las palabras conclusivas: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana

    traerá su propio agobio. A cada día le basta su preocupación (Mt 6,34).

    El capítulo séptimo de Mateo completa las instrucciones de Jesús en el monte, y se

    refieren concretamente a los juicios (Mt 7,1-5; cf. Lc 6,37-38.41-42; Mc 4,24), las cosas

    santas (Mt 7,6), la eficacia de la oración (7,7-11), a lo que sigue la formulación típica de

    Jesús conocida como la regla de oro: Todo lo que queráis que haga la gente con

    vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12; cf. Lc

    6,31). El discurso de Jesús continúa con el tema de las dos puertas (7,13-1-4), el de los

    falsos profetas (7,15-20) y el de los verdaderos discípulos (7,21-27). La conclusión del

    capítulo séptimo y también la conclusión del discurso de Jesús en el monte es la

    siguiente: Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza,

    porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas (Mt 7,28-29).

    I. La gente y los discípulos de Jesús: no tienen que juzgar a nadie

    La primera cosa que enseña el Señor en el capítulo séptimo, que es el que

    comentamos, es que sus discípulos no tienen que juzgar a nadie; si lo hacen, caen en el

    juicio de Dios (leer Mt 7,1-6). Juzgar es ponerse como criterio personal, sea para juzgarse

    a sí mismo o para juzgar a los demás. El discípulo y la discípula de Jesús ya no deben

    ver, observar, juzgar ni siquiera a sí mismos y mucho menos a los demás, sino ver solo a

    Jesús y ser vistos y juzgados por Jesús, siendo objeto de gracia. Lo había entendido muy

    bien san Pablo, que escribe a los Corintios (1 Cor 4,1-5):

    1 Que la gente solo vea en nosotros servidores de Dios y administradores de los misterios de

    Dios. 2 Ahora, lo que se busca en los administradores es que sean fieles. 3 Para mí lo de menos

    es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. 4 La

    conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el

    Señor. 5 Así, pues, no juzguéis antes de tiempo, dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que

    esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno

    recibirá de Dios lo que merece (1 Cor 4,1-5).

    Estas palabras de san Pablo son de profundo significado además de ser

    importantes para los discípulos de Jesucristo. Nuestra tarea es subordinada, porque

    somos «siervos» de Cristo, «administradores» de los misterios de Dios. Tal misión no nos

    autoriza a ponernos por encima de nadie como jueces. San Pablo ha llegado a superar

    los juicios de la gente sobre él: «Para mí lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros

    o un tribunal humano», para añadir a continuación: «ni siquiera yo me pido cuentas», y

    explotar con un grito de alegría: «mi juez es el Señor».

    Esta conciencia manifiesta la libertad cristiana y la verdadera humildad del

    discípulo de Jesucristo, y por lo tanto objeto de su gracia. Si nosotros consideramos a las

    demás personas simplemente a nivel humano, esto quiere decir que Jesucristo no cuenta

    para nosotros, que no lo tomamos en consideración, puesto que nos quedamos

    exclusivamente en el nivel humano. Por el contrario, nuestro encuentro con las demás

    personas tiene que ser el resultado y la maravillosa experiencia de constatar que

    encontramos a los demás solo porque nos dirigimos hacia ellos, no por nuestra cuenta,

    sino «junto con Jesucristo», tratando de cumplir la misión que Jesucristo nos confía.

    Ser discípulos de Jesucristo no significa encontrarnos en una posición tal que

    podamos atacar a los demás, sino más bien vivir en la verdad del amor de Dios, que nos

    mueve hacia los demás, junto con El, con la oferta incondicionada de amor y de

    comunión. Ir hacia los demás con tal actitud no es fruto de nuestra humanidad ni de

    nuestra buena voluntad, sino obra del Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo que habita en

    nosotros.

    Cuando por el contrario juzgamos a los demás, nos consideramos superiores, en

    posesión de un criterio que nos permitiría la observación, la reflexión y por lo tanto el

    juicio. El amor cristiano, sin embargo, no deja lugar ni tiempo para estas cosas. Para la

    persona que ama, las otras personas nunca debieran ser objeto de un juicio, sino más

    bien la ocasión, el momento de gracia para poner en acto el amor que Dios ha derramado

    en nuestros corazones, y por lo tanto para acercarme a los demás con una actitud de

    servicio y de sincera humildad.

    Podríamos preguntarnos: el error y la maldad del otro, ¿no me obligan a una

    necesaria condena, para que el otro aprenda, y esto precisamente hecho por amor hacia

    el otro? La cuestión es muy sutil, porque un amor malentendido hacia el pecador podría

    llevarnos a justificar su pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica, a propósito del

    pecado mortal, afirma que «nuestra libertad tiene el poder de tomar decisiones definitivas,

    irreversibles» (CIC 1861), y añade una indicación que considero totalmente necesaria:

    «Sin embargo, si bien podemos juzgar que un acto es en sí una culpa grave, tenemos que

    dejar el juicio sobre las personas a la justicia y a la misericordia de Dios» (CIC 1861). El

    «juicio sobre las personas» no es cosa nuestra, puesto que nos arriesgamos a mezclar el

    pecado con el pecador, y condenando el pecado condenaríamos también al pecador. Tal

    posibilidad se excluye en Jesucristo, porque el amor del Señor por el pecador es de por sí

    condena del pecado. Así es como constatamos que el amor incondicionado que tiene que

    mover a los discípulos de Jesús da como resultado algo que no depende solamente de

    nosotros. Si juzgáramos a los demás estableceríamos criterios de medida del bien y del

    mal. Jesucristo, por el contrario, no es un criterio de medida que yo pueda aplicar a los

    demás, sino que Jesucristo es quien me juzga a mí y quien me hace saber que lo que yo

    considero «mi» bien no es sino mal. Además, juzgando a los demás atraigo el juicio de

    Dios, porque en este caso ya no vivo de la gracia de Jesucristo, sino del pretendido

    conocimiento del bien y del mal.

    El cristianismo no es cuestión de juzgar a los demás sino más bien de amar a

    todos. El amor no me impide tener mis ideas sobre los demás y darme cuenta de sus

    errores, pero todo esto queda superado cuando el prójimo se convierte para mí en

    ocasión para ejercitar tanto el amor como el perdón, mirándome en el amor

    incondicionado de Jesucristo. Cuando nos reservamos el juicio sobre los demás no es

    que estemos dando la razón ni a los demás ni a nosotros mismos, sino solamente a Dios,

    anunciando su gracia y su juicio.

    A propósito del juicio sobre los demás sería interesante considerar lo que nos

    sucede a nosotros cuando somos juzgados por los demás, sí, cuando nosotros somos

    objeto del juicio de otras personas y tal juicio nos es conocido. ¿Cómo nos sentimos?

    II. Fuerza y debilidad de la Palabra de Dios: la oración

    A sus discípulos Jesús les recuerda que no deben juzgar a los demás, y también

    constatamos que el anuncio de la Palabra que salva tiene sus límites, aunque esto

    pudiera sorprendernos. El discípulo de Jesús no tiene el derecho ni el poder para obligar a

    los demás a aceptar la Palabra que salva, el Evangelio. Presiones y proselitismo son

    vanos y peligrosos, pues ponen de manifiesto la intención de realizar algo con las propias

    fuerzas humanas: vanos, porque los cerdos no reconocen ni aprecian las perlas que les

    echamos (cf. Mt 7,6); peligrosos, porque los discípulos se arriesgan a ser golpeados por

    quienes tienen endurecido el corazón, ya que son como ovejas en medio de lobos (cf. Mt

    10,16). Esta es la realidad anunciada por Jesús cuando invita a los discípulos a sacudir

    hasta el polvo de sus pies allí donde la Palabra de vida y de paz no encuentre acogida (cf.

    Mt 10,11-15).

    El activismo del grupo de los discípulos, que no quiere reconocer los límites de la

    propia actividad, así como también el celo que no tenga en cuenta la resistencia ajena,

    confunden la Palabra del Evangelio con una idea que tendría que ser capaz de imponerse

    a todos. Precisamente aquí radica la dificultad para los predicadores cristianos. Lo que

    entendemos como «la Palabra del Evangelio» no es un conjunto de ideas o de

    programas, más o menos sugestivos, sino que se trata de la persona misma de

    Jesucristo, la Palabra encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Jesucristo es mucho

    más que una idea. La idea exige personas fanáticas, que ignoren o no se preocupen de

    las dificultades que encuentran ni de la oposición que otras personas puedan presentar.

    Lo sabemos: la idea es fuerte, como demuestran los debates políticos, donde cada

    candidato parece poder atraer, encantar, seducir a los oyentes con la presentación de sus

    ideas o programas. ¡La idea, el programa! La Palabra de Dios por el contrario, es decir, la

    persona de Jesucristo, se ha manifestado de una manera tan débil que ha sido

    despreciada y rechazada por los hombres. Para la Palabra, para Jesucristo, existen

    corazones endurecidos y puertas cerradas, tal como recuerda el Apocalipsis: «Mira, estoy

    de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y

    cenaremos juntos» (Ap 3,20). La Palabra de Dios, es decir, Jesucristo, toma nota de la

    resistencia que encuentra y la sufre, hablando a modo humano. Podemos recordar su

    lamento frente a la ciudad santa: «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y

    apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la

    gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, pero no habéis querido» (Mt 23,27).

    Resulta dura esta constatación, pero la Palabra de Dios es más débil que una idea;

    para la idea nada hay imposible, sin embargo, para la Palabra de Dios, para Jesucristo,

    para su Evangelio, hay cosas imposibles. Esto quiere decir que los testigos de la Palabra,

    teniendo que predicarla a los demás son más débiles que los propagandistas de una idea.

    Esta es la paradoja: en la debilidad que lleva consigo la Palabra de Dios quedan liberados

    de la inquietud de los fanáticos, y sufren, con la Palabra, con Jesucristo. Los discípulos de

    Jesús no somos más que servidores e instrumentos de la Palabra, y no tenemos que

    empeñarnos por ser fuertes allí donde la Palabra quiere ser débil. Los discípulos que no

    se dieran cuenta de esta debilidad de la Palabra, tampoco reconocerán el misterio de la

    humildad de la Palabra, es decir, de Jesucristo, que se humilló hasta la muerte en la cruz.

    La Palabra de Dios, Jesucristo, capaz de padecer la oposición de los pecadores, es

    en efecto la única Palabra fuerte y misericordiosa, que convierte a los pecadores en la

    profundidad del corazón. La fuerza de la Palabra de Dios está velada en la debilidad. Esta

    fue también la experiencia de san Pablo, como escribe a los Corintios de haber suplicado

    al Señor en tres ocasiones que alejara de él «la espina» que lo maltrataba, hasta que oyó

    lo que el Señor le dijo: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9). Pablo comenta a continuación:

    «Así que muy a gusto me glorío en mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de

    Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las

    preocupaciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces

    soy fuerte» (2 Cor 12,9-10).

    ¿Quién de nosotros imagina poder decir una cosa parecida? ¿Quién se atreverá a

    presumir de su debilidad, de las dificultades, de los insultos, de las persecuciones? De

    todo esto tratamos de escapar lo antes posible. Sufrimos cuando los demás no nos

    consideran ni aprecian nuestros talentos y ni siquiera nuestra buena voluntad. La

    experiencia cristiana sin embargo es la de san Pablo: «cuando soy débil, entonces soy

    fuerte». Pero todo esto se entiende solamente desde el punto de vista indicado por san

    Pablo: «en Cristo», «por Cristo».

    Hemos dicho que la fuerza de la Palabra de Dios se esconde en la debilidad. Si la

    Palabra se presentase al descubierto con su fuerza, eso sería el juicio final. Pues bien,

    esto es lo que tenemos que hacer los discípulos de Jesús: hacernos cargo de los límites

    de nuestra misión. La pregunta es fuerte: ¿qué tenemos que hacer ante un corazón

    endurecido, cerrado?, ¿qué hacer cuando no conseguimos entrar en comunicación con

    los demás? La primera cosa que tenemos que hacer es caer en la cuenta de que los

    discípulos de Jesús no tenemos ningún derecho ni poder sobre los demás, sobre nadie.

    Esta es la sencilla constatación de la realidad, puesto que nuestra misión no consiste en

    dominar a las personas, sino más bien en ponernos a su servicio incluso cuando nos

    rechazan (cf. 1 P 5,2-3). Y no todo termina aquí, puesto que como discípulos de

    Jesucristo tenemos que aprender continuamente del Maestro de los maestros, lo que

    significa que hemos de ponernos en actitud de escucha de la Palabra, lo significa

    simplemente intensificar la calidad de nuestra oración. Digo calidad, no más tiempo ni

    más cantidad de oraciones.

    Esto es lo que tenemos que aprender y practicar. La verdadera preocupación por

    los demás nos tiene que llevar a la oración intensa, llamando, buscando, y el Señor

    escuchará, pues el único camino válido hacia los demás es la oración dirigida a Dios, la

    oración que excluye nuestro «yo», con sus criterios y programas, con sus deseos y

    tiempos y con sus buenas intenciones. Todo está en las manos de Dios, tanto el juicio

    como la remisión, el perdón y la misericordia. Los discípulos de Jesús no tenemos más

    poder que el de la oración. Ningún derecho y ninguna fuerza en relación con los demás,

    sino es la oración. Por ser discípulos de Jesús estamos llamados a vivir en todo y por todo

    de la fuerza de la comunión con Jesús, que nos asegura, advirtiéndonos: «Sin mí no

    podéis hacer nada» (Jn 15,5).

    Jesús nos da una indicación sencilla, gracias a la cual todos podemos verificar si la

    relación con los demás es correcta o equivocada. Se trata de invertir la relación que

    normalmente utilizamos. Cuando pensamos en la relación «yo-tú» pensamos que el «tú»

    tengamos que referirlo al prójimo, es decir, entendemos el «tú» como nuestro prójimo,

    precisamente a partir de nuestro «yo». Lo que el Señor quiere es otra cosa, para que todo

    funcione bien; se trata de pensar al «tú» refiriéndolo a Jesucristo, y no más al prójimo.

    Más aún, la cosa interesante está en que normalmente pensamos al «yo» refiriéndolo

    claramente a cada uno de nosotros, cada cual con su «yo» por todas partes. Pues bien, el

    verdadero «YO» no somos ninguno de nosotros, sino que tiene que ser, finalmente,

    Jesucristo, el único que puede decir con absoluta certeza: «YO soy el camino y la verdad

    y la vida. Nadie va al Padre si no por mí» (Jn 14,6).

    Conclusión

    El relato del discurso de Jesús en el monte concluye con la siguiente constatación

    por parte de Mateo: «Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su

    enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).

    Jesús por lo tanto tiene autoridad por encima de los escribas, y esto quiere decir que sus

    palabras hemos de tomarlas en serio, y no pueden dejarnos indiferentes. Por eso el Señor

    avisa del peligro de no tomar en serio sus palabras: «El que escucha estas palabras mías

    y no las pone en práctica, se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre la

    arena…» (Mt 7,26-27). A esta actitud «necia» se opone cuanto el Señor afirma: «El que

    escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente

    que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los

    vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre

    roca» (Mt 7,24-25).

    «Lluvia, ríos, vientos» son sinónimos de todas las dificultades que se encuentran a

    lo largo del camino de la vida, y también de la vida cristiana, y que no podrán derribar a la

    persona que se ha entregado decididamente a la Palabra de Dios, es decir, a Jesucristo,

    que es la «roca» (cf. 1 Cor 10,4; Ef 2,20; 1 P 2,6.7). Por eso Jesús no deja su Palabra al

    arbitrio de la gente que lo escucha, con el peligro de que tal Palabra sea alterada con

    interpretaciones humanas, sino que Jesús nos entrega su Palabra como la única que

    merece la pena, la única realidad que tiene que tener poder sobre nosotros y, mejor dicho,

    «en nosotros». Desde un punto de vista humano, el que tantas veces predomina en

    nosotros, tenemos muchas posibilidades para comprender y para explicar el sermón de la

    montaña. Ahora bien, Jesucristo nos da a entender que, en realidad, no hay más que una

    posibilidad, la de escuchar su Palabra, acogerla y cumplirla poniéndola en práctica.

    Solamente así se escucha la Palabra de Jesús.

    Quien se relacione con la Palabra de Jesús de otra manera que no sea a través de

    ponerla en práctica, estará diciendo que Jesús es un mentiroso y diciendo no al sermón

    de la montaña y, en definitiva, no hará suya la Palabra de Jesús, porque no la escucha

    como se debe escuchar. El joven rico (cf. Mt 19,16-22), el doctor de la ley (cf. Mt 22,34-

    40), son buenos ejemplos de cómo tenemos que escuchar la Palabra de Jesús. Estas

    personas no la acogieron, y no acoger la Palabra de Jesús quiere decir no estar seguros

    en el momento de la tempestad, de la prueba, de la dificultad, y entonces nuestra casa

    será derribada; entonces caeré en la cuenta de no haber creído jamás verdaderamente en

    Jesús, porque no poseo su Palabra, sino una Palabra que había usurpado y de la que

    indebidamente me había apropiado, estudiándola, discutiéndola, proponiéndola incluso a

    otras personas, pero sin haberla acogido de veras, sin haberla cumplido personalmente.

    «La gente estaba admirada de la enseñanza de Jesús». ¿Por qué? Sencillamente, el

    Hijo de Dios había hablado y había tomado en sus manos el juicio del mundo, y en tal

    juicio, sus discípulos estaban de su parte. Esto significa haber dejado nuestro «yo» para

    abrazar plenamente conscientes y con confianza a Jesucristo, el único que tiene palabras

    de vida eterna (cf. Jn 6,68) y que nos asegura: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9).[/align]Fraternalmente.-[/align]

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