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24 noviembre, 2010 a las 16:40 #7330
Anónimo
InactivoEste próximo domingo coienza el Adviento o tiempo de prerparación de la Navidad. Os dejo unas líneas acerca de este tiempo. está sacado del libro de Joan Chittister «El año litúrgico. La interminable aventura de la vida espiritual», publicado por Sal Terrae. Se que es largo. Caso os recomendaría que lo imprimieseis y lo leyerais con calma. Merece la pena: [align=justify]ADVIENTOLa experiencia humana de la esperaCuando todas las festividades han sido celebradas y todas las oraciones recitadas, la fuerza y el poder del año litúrgico no radica en su catalogación de los días festivos y los tiempos litúrgicos, por importante que esto pueda ser, ni tampoco en sus rúbricas y ritos. El verdadero poder del año litúrgico es su capacidad espiritual de tocar y explorar plenamente las profundidades de la experiencia humana, su capacidad de conmover el corazón humano. Recorriendo el camino de la vida de Jesús, introduciéndonos en la experiencia de Jesús, descubrimos el sentido de nuestras propias experiencias, la corriente subterránea de nuestras emociones y la lucha precisa para seguir recorriendo el camino.
Llevándonos a lo más profundo de lo que significa ser humano a la manera de Dios —sufrir y cuestionarse, conocer el abandono y el falso apoyo, creer y dudar…—, el año litúrgico nos abre a la divinidad. Nos proporciona la energía para alcanzar la plenitud. Hace posible el siguiente paso. Nos calma cuando vamos dando traspiés de acá para allá. Nos lleva, más allá de nuestro yo actual, al yo que yace en espera de Dios.
El año litúrgico no comienza en el corazón de la empresa cristiana, no nos sume de inmediato en el caos de la crucifixión ni en la vertiginosa confusión de la resurrección, sino que el año se inicia con el Adviento, el tiempo que nos enseña a esperar lo que está más allá de lo obvio, adiestrándonos a ver lo que hay detrás de lo aparente. El Adviento nos hace buscar a Dios en todos esos lugares que hasta ahora hemos ignorado.
Un amigo mío me regaló recientemente un tapiz de Perú que permite ver claramente que el proceso de encontrar a Dios en las pequeñas cosas de la vida es tan profundo como simple. Una bucólica escena de palmeras y casitas rurales ha sido realizada por campesinas en la parte superior del tapiz. Debajo hay un calendario de treinta pequeños bolsillitos, cada uno de ellos lleno de algo que no podemos ver. Cada día, hasta la Navidad, se nos invita a encontrar la parte de la escena que ha sido ocultada para ese día y situarla en la escena superior, adhiriendo una pieza a la otra día tras día.
Algunas de las piezas son de cosas benignas y hermosas, pero otras no. Hay abejorros y ángeles, animales salvajes y paja seca, un campesino cargado de ramas y una mujer de aspecto agotado. Pero al final de esos días, como algo tan común como el resto de los elementos de la escena, está el pesebre, el signo de Aquel que sabe cómo es la vida para nosotros, Aquel que ha mezclado su propia vida con la nuestra. Ahora vemos que todas nuestras expectativas han merecido la pena.
El Adviento es aprender a esperar. Es no saber exactamente qué ocurrirá mañana, si no que, sea lo que sea, corresponde a la esencia de la santificación para nosotros. Cada uno de sus elementos —unos duros, otros exaltantes — es signo de la obra de Dios viva en nosotros. Vamos evolucionando a medida que avanzamos. En Adviento aprendemos a permanecer en el presente, sabiendo que únicamente el presente bien vivido puede llevarnos a la plenitud de vida.
A medida que el año litúrgico va pasando de un tiempo litúrgico a otro, de festividad en festividad, aprendemos que la vida no está pensada para que tratemos de escapar de ella. La vida está pensada para que penetremos en ella, exploremos sus profundidades, la saboreemos y nos haga comprender que el Dios que nos ha creado sigue con nosotros. La vida, como finalmente llegamos a saber, es un ejercicio de transformación cuya mecánica requiere toda una vida de práctica, de paciencia, de crecimiento lentísimo.
Está claro, por tanto, que aprender a esperar es una dimensión esencial del desarrollo espiritual que tiene sus propios valores y aporta su propio carácter al proceso de maduración espiritual.
La espera aguza nuestras ideas. Nos concede el tiempo y el espacio, la perspectiva y la paciencia que nos permiten discriminar entre lo bueno, lo mejor y lo óptimo. Es muy fácil pasar por la vida sin ver la riqueza de sus distintos aspectos, tragándonos la vida como un todo, olvidando sus signos de puntuación. Y entonces no prestamos atención a las pequeñas demandas cotidianas de la compasión o la elección, la confianza o el esfuerzo. Si no aprendemos a esperar, podemos dar por supuesto que una cosa es realmente tan buena para nosotros como otra. Entonces olvidamos que la vida es algo más que esta vida. Nos apresuramos a lanzarnos al ataque de la misma saciándonos con lo obvio, descuidando sus profundidades. Y así se nos echa a perder el alma y dejamos de crecer espiritualmente.
Es la espera la que nos sintoniza con lo invisible en un mundo sumamente material. En la sociedad contemporánea, lo que cuenta es lo que podemos conseguir y tener. En lugar de oír la voz de Dios en los vientos de cambio que nos rodean, podemos escuchar únicamente nuestra propia voz.
La función del Adviento es recordarnos lo que estamos esperando, si es que acaso vamos por la vida demasiado ocupados con cosas que no tienen importancia para recordar las cosas que sí la tienen. Cuando, año tras año, escuchamos los mismos textos de la Escritura y los mismos himnos de añoranza de la vida futura, de la que la vida actual no es más que un pálido reflejo, resulta imposible olvidar el repetido cántico del alma.
El Adviento nos libera de nuestro compromiso con lo frenético en un mundo que camina a pasos agigantados. El Adviento nos ralentiza, nos hace pensar, nos hace mirar, más allá del hoy, al «gran mañana» de la vida. Sin el Adviento, moviéndonos únicamente en la gran carrera hacia ninguna parte que agota al mundo que nos rodea, podemos estar tan frenéticos tratando de consumir y controlar esta vida que no desarrollemos en nosotros el gusto por el espíritu que no muere ni se desliza entre nuestros dedos como nieve derretida.
Mientras esperamos la llegada del reino de Dios, Adviento tras Adviento, es como logramos comprender que su venida depende de nosotros. Lo que hacemos acelerará o ralentizará, acentuará o disminuirá nuestro compromiso de hacer lo que nos corresponde para que esa venida se haga realidad.
La espera —ese frío y árido periodo de la vida en el que nada parece suficiente y algo nos atrae dentro de nosotros— es la gracia que el Adviento viene a traer. Está ante nosotros, en nosotros, apuntando a la estrella respecto de la cual los sabios de Oriente no son sino imágenes nuestras.
Todos queremos algo más. El Adviento hace estas preguntas: ¿por qué estás gastando tú tu vida?; ¿cuál es la estrella que estás siguiendo ahora?; ¿dónde está esa estrella, con su resplandor actual, para servirte de guía en tu vida?; ¿es un lugar lo suficientemente grande para igualar la amplitud del alma humana?
La voz del AdvientoCuando la primera vela de la corona de Adviento se enciende en la capilla del monasterio, y las suaves y claras voces que han entonado los cantos y las inolvidables melodías toda su vida inauguran la primera de las vigilias de es mismo Adviento, nos encontramos sin duda en un momento fuera del tiempo. Es el inicio del año litúrgico. Quedan cuatro semanas para la Navidad. Es el momento en que un nuevo ciclo de viejas ideas se agitará de nuevo dentro de nosotros. Estamos iniciando una travesía espiritual por aguas oscuras, guiados únicamente por una antigua carta de navegación marcada por una estrella. Aquí, en la oscuridad, daremos comienzo a la búsqueda de luz en el alma.
El Adviento no es el más antiguo de los tiempos litúrgicos de la Iglesia. La Semana Santa, la Pascua, es mucho más antigua, al menos doscientos años más. El Adviento no comenzó en Roma. De hecho, la primera mención de, un periodo de preparación para la Navidad no existió hasta el año 490, y concretamente en la Galia, que es la actual Francia.
Por tanto, no estamos aquí esta noche en esta oscura capilla porque la Navidad sea el punto culminante del año eclesial, y el Adviento su tiempo litúrgico más profundo. El año eclesial no comienza aquí porque la Navidad esté próxima. El año eclesial comienza aquí para recordamos por qué nació Jesús. Y, sobre todo, comienza aquí para llamarnos a determinar por qué estamos aquí nosotros.
Adviento significa en latín «venida». Pero el Adviento no tiene que ver con una sola venida, sino con tres. La gran pregunta espiritual que este tiempo litúrgico nos hace a cada uno de nosotros es: ¿qué venida estamos tú y yo esperando ahora? En este momento de nuestra ‘vida, en la actual fase de nuestra evolución espiritual, lo que estemos esperando determina, sin duda, nuestra manera de esperarlo.
Las tres venidas del Adviento son muy distintas. La primera venida es el recuerdo del nacimiento de Jesús de Nazaret en la carne, basado en las narraciones de la infancia de los Evangelios, que le proporcionan su contexto histórico. Pero si nuestra expectación ante la Navidad se queda en este nivel, el nacimiento del «niño Jesús» se convierte, en el mejor de los casos, en un intento pastoral de hacer real a Jesús. Este Jesús es un Jesús de niños que muchas veces —si nuestra definición de la Navidad es simplemente una historia de niños acerca del nacimiento de un niño— se quedará simplemente en eso. Es una simple y tranquilizadora historia que plantea muy pocas demandas al alma.
Esta venida también suele dejamos, sea cual sea la edad que tengamos, en un estadio de infancia espiritual. Es verdad que el niño Jesús cautiva nuestro corazón. Pero el nacimiento de un niño no es uno de los grandes misterios de la fe. Como dijo Agustín, «el día del nacimiento del Señor no posee un carácter sacramental; no es más que el recordatorio del hecho de que nació».
La siguiente venida sobre la que el Adviento llama nuestra atención es una venida más importante que el mero hecho de un nacimiento humano. Es la venida de la presencia de Dios, reconocida entre nosotros ahora en la Escritura, en la Eucaristía y en la comunidad rnisma. Esta venida hace a Jesús presente en nuestra vida, eternamente vivificante, eternamente con nosotros.
La última venida a que apunta el Adviento es la «Segunda Venida», la Parusía. Es esta venida la que agudiza el deseo del alma adulta. Al final de los tiempos, Jesús prometió y el cristiano cree que el Hijo regresará en gloria. Entonces el reino de Dios, por el que nos afanamos con todas nuestras fuerzas, llegará en plenitud. Esta es la venida que esperamos. Esta es la plenitud que anhelamos. Esto es lo que realmente queremos decir cuando el coro canta en la oscuridad: Maranathá. «Ven, Señor Jesús» es una traducción de esa expresión. Pero es igualmente aceptable traducirla como «El Señor ha venido», tomando para ello La versión en dos palabras del mismo griego: maranatha. Entonces, las distintas venidas —pasada, presente y futura— conviven en un largo suspiro del alma.
A lo largo de los siglos, y como producto de muchas tradiciones, el Adviento tal como lo conocemos hoy —un periodo de cuatro semanas de espera concentrada— ha emergido para centrarnos en estos estratos de conciencia múltiples, en estos diversos niveles de fe, en estas variadas capas de madurez espiritual. Vamos creciendo de una a otra, comprendiendo al hacerlo que la vida es algo más que el pasado, incluso más que el presente, y ciertamente, en definitiva, es la plenitud de un futuro que es mucho mayor incluso que el nuestro.
El Adviento es un tiempo de preparación para la Navidad; pero, a diferencia de la Cuaresima, no es un tiempo de penitencia, sino que nos centra en el gozo. Nos preparamos para comprender el pleno significado adulto de la festividad. Comprendemos mejor cada año los muchos beneficios de que disfrutamos y lo hermosa que es una vida vivida en armonía con el Jesús que vino a mostramos el camino. Aprendemos el gozo de la expectación, el gozo de deleitamos en la sensación de presencia de Dios a nuestro alrededor, el gozo de esperar la segunda venida de Cristo, el gozo de vivir con la seguridad de más vida aún en el futuro.
La voz del Adviento en nuestros oídos suena alta y clara año tras año. Su ciclo de tres años de textos de la Escritura resuena a nuestro alrededor haciéndonos recordar, tranquilizándonos e incitándonos a dar a luz a Cristo en nuestra propia vida. Cada una de las cuatro semanas, una u otra de las lecturas del ciclo de tres años constituye una clara llamada a prestar atención a los múltiples significados del Adviento.
La primera semana de Adviento nos recuerda la petición del Antiguo Testamento de un Mesías que condujera al reino de la paz, así como la llamada del Nuevo Testamento a vigilar y esperar la segunda venida, cuyo «día se avecina» (Rm 13,12).
La segunda semana de Adviento nos llama, con Juan el Bautista, a arrepentimos, a ser puros e intachables para que nuestro exilio, como el del pueblo elegido, pueda finalizar cuando nosotros también alcancemos nuestra plena estatura espiritual.
La tercera semana de Adviento, el Domingo «Gaudete», la semana de regocijo porque el Señor está cerca, nos deja con dos grandes imágenes evangélicas. La primera nos centra en la respuesta de Jesús a la pregunta de
Juan: «Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Y la respuesta especialmente vigorosa: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,4-5). A este Jesús —como aprendemos si le estamos realmente buscando— se le encuentra con los pobres y necesitados, los marginados y los oprimidos.
La segunda imagen es la de Juan recordándonos que
-debemos «preparar el camino del Señor» (Mc 1,3). Debemos hacer algo más que limitamos a atravesar el calendario de Adviento; debemos desarrollar en nosotros un corazón de Adviento.
El tercer año del ciclo, Juan expone el modo de vida de los que esperan la Segunda Venida: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo» (Lc 3,11). Está claro lo que pretende decir: no se trata simplemente de esperar y regocijarse en lo que el Adviento nos promete, sino de aprender cómo hemos de vivir mientras esperamos.
Finalmente, las lecturas de la cuarta semana de Adviento nos recuerdan las dudas de José acerca de María embarazada, los esfuerzos de esta por comprender lo incomprensible y la fe de Isabel en la impredecible voluntad de Dios. Ahora entendemos que también nosotros debemos afrontar las dudas que asedian nuestra fe y decir, una vez más, con María: «Hágase», signifique lo que signifique y nos lleve adonde nos lleve. La gran tarea de la vida espiritual, el gran desafío para la fe, el gran esfuerzo del alma empieza, pues, aquí: en el mismo momento en que el gozo es mayor y se hace más palpable que Dios está con nosotros. En el Adviento empezamos, caigamos o no en la cuenta de ello, a preparar la Pascua, porque la Pascua es la razón por la que la Navidad es importante.
El itinerario que comienza el primer domingo de Adviento al comienzo de este nuevo año litúrgico no finalizará hasta que también nosotros lleguemos a la cruz y al sepulcro vacío, recordemos la Ascensión y la desaparición de Jesús de en medio de nosotros, rememoremos Pentecostés y el derramamiento del Espíritu y traigamos a la memoria de nuevo la Segunda Venida al final de los tiempos. Entonces puede que nos centremos en nuestro paso final a los brazos de Dios cuando este tiempo finalice
La visión del terreno que tenemos por delante resulta sobrecogedora cuando el coro comienza a cantar la primera noche en la capilla. Pero, a medida que el año sigue su curso, la luz se va haciendo cada vez más brillante.
[/align] Espero que os guste.
Fraternalmente.-
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